A mí me gustaría que si algún día tengo que ir a una Residencia, confieso que no me agrada la idea pero acepto la posibilidad, se llamara “El Solonar”.
Tuve dos. Uno el de mi torre. Otro el de la casa de mi abuela en la c/ Nueva nº 49. En casa de mi abuela solíamos quedarnos los días más duros del invierno para que yo no tuviera que bajar y subir al huerto para ir y volver de la escuela. En aquellos tiempos nuestra jornada escolar era de 9 a 13 horas y de 15 a 19 todos los días incluidos sábados.
Confieso que mi atracción por los solonares comenzó cuando logré superar el temor que me producían la multitud de sombras que se proyectaban, entrecruzándose, en sus paredes cuando anochecía y solo una pequeña bombilla pendiente del techo iluminaba el amplio espacio del solanar.
Recuerdo cuando a esas horas mi madre me decía que subiera al solonar a buscar algo. Y era muy frecuente porque en el solonar colgando del techo, en cañizos, en cajas, en el suelo…estaba la despensa del invierno: uvas, membrillos, manzanas, mizpolas, orejones,…
En esos momentos se me hacia como un nudo en el estomago y las piernas se me volvían como débiles. Pero poco a poco fui adaptándome. Y llegó un momento en el que esas formas en que la débil bombilla transformaba, al proyectar su sombra sobre las paredes, los racimos de uvas que colgaban de los maderos del techo, o las ristras de orejones que pendían de las cañas, o incluso el familiar pernil comenzaron a resultarme atractivas.
Y comencé a observarlas y dejando volar mi imaginación relacionarlas con mis lecturas de aquellos años. Quizá se adivinaba ya mi futuro de lector apasionado de la obra de HP Lovecraft.
El caso es que el solonar se convirtió ya entonces en mi “refugio”. Mi lugar de estudio, de lectura, de reflexión
Y el de la C/ Nueva lo compartía con mi abuela y sus “amigas” que se reunían allí al “calor del sol” para hacer punto (piales, jerséis, tapabocas…). Mi abuela se llamaba Joaquina. Y allí se juntaba con su hermana, mi “tía Carmen”, y sus vecinas la “tía Mercedes”, la “tía Vicenta” y la más peculiar de todas ellas: la “tía Miguela “apodada “la Gibosa” por una enorme giba que tenia y que la hacía parecer mucho mas diminuta de lo que era.
Era una mujer de la que hoy dirían que vivía en la “miseria al borde de la exclusión social”. Pero entonces era simplemente una mujer que no tenía nada y a la que había que ayudar. Y entre todos los vecinos le daban para vivir. No era caridad. Era solidaridad.
En aquellos tiempos no había radio. Bueno si que había pero aquella clase social no podía tenerlo todavía. Y las abuelas eran, como puede suponerse, analfabetas. Así que ni oían la radio ni podían leer…
Un día, estando yo estudiando mientras ellas trabajaban, hablaban y reían, a la “tía Vicenta”, apodada “la Mantecona”, que era muy extrovertida se le ocurrió preguntar:
“Joaquinito- para ellas yo siempre fui Joaquinito- porque no nos lees algo de lo que estudias”.
Me sorprendió la pregunta. Y rápidamente me puse a pensar en que podía leerles. Descarte las matemáticas, el latín, las ciencias….
De repente me acordé de un libro de lectura que había usado dos o tres años antes: “El libro de España” se titula. Es la historia de dos adolescentes, Antonio y Gonzalo, que, saliendo de Francia, recorren España en busca de sus padres. En lenguaje cinematográfico actual lo llamarían una “road movie”.
Lo fui a buscar y comencé a leer:
Aquel día Antonio cogió aparte a su hermano Gonzalo cuando salía de casa para el colegio y le dijo:
– Tengo que decirte una cosa muy importante.
Y a partir de aquel día la lectura se institucionalizo. Cada tarde un capitulo. Yo estudiaba hasta que la “tía Vicenta” decía: “Venga Joaquinito léenos”.
Confieso que me sentía orgulloso y trataba de leer lo mejor que sabía. En el Instituto tenía fama de leer bien. Y no digo nada lo que presumía mi abuela Joaquina.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que con aquellos solonares y aquella solidaridad no hacían falta los Centros de Día. Y que aquellas vecinas, analfabetas y pobres, haciendo sus labores, hablando de sus cosas, riendo con sus “maldades” no necesitaban sicólogos para enseñarlas a quererse. Ni talleres de “risoterapia”. Ni Tertulias organizadas….
Y así seguían las tardes hasta que había que coger olivas. Todas, menos la tia Míguela “La Gibosa”, tenían que echar una mano. Y se suspendían las tardes al sol.
Un día, al volver del Instituto, la tia Míguela “La Gibosa” me esperaba en su puerta. Me llamó y me dijo: “Joaquinito, podrías subir alguna tarde a casa a leerme cosas porque las tardes se me hacen muy largas sola”. No lo he dicho todavía pero nunca le conocí ningún familiar. Es más, nunca supe su apellido.
Yo le dije que por supuesto que subiría. Y aquella misma tarde subí. Su casa era solo una pequeña habitación para dormir y una cocina con fuego bajo. Un par de sillas y una mesa. Todo muy desvencijado. Confieso que me impresiono su pobreza. Y eso que en mi casa no éramos ricos precisamente.
Y allí sentados junto al fuego, aquella mujercita enlutada y yo, di comienzo a mis lecturas. Me esforzaba en vocalizar bien, marcar pausas y acentos, e incluso cuando salía alguna palabra que me parecía difícil se la explicaba. Con el paso de los días hasta era ella la que, si alguna se me escapaba, me preguntaba su significado.
Un día le habían dado queso de aquel amarillo que los americanos mandaron para las escuelas y para los pobres. A mí me encantaba y, para mi desgracia, a mi no me daban en el Instituto porque teóricamente era un Centro para “ricos”. Pero aquel día me invitó a merendar. Me cortó un trozo de queso con un trozo de pan y me puso un vaso de agua. Y hablando con ella le dije que ese queso me gustaba mucho. En mal momento lo hice pues a partir de ese momento siempre que le daban queso cortaba un trozo que, envuelto en papel de “envolver”, le pasaba a mi madre “para Joaquinito”.
Y llegó Navidad y Reyes. Y el día de Reyes la “tia Miguela la gibosa” me llamo desde su balcón, vivíamos enfrente, y me dijo: “Joaquinito, sube un momento que tengo una cosa para ti”.
Subí suponiendo que me iba a dar mi trozo de queso. Pero cuando entre a su cocina la vi dirigirse hacia uno de aquellos estantes de obra que había junto a los fuegos bajos y coger un paquete torpemente envuelto en papel del que se usaba en las tiendas para envolver pescados, carnes etc. Eso si el papel era nuevo. No había sido usado antes.
Me lo dio diciendo: “Toma. Es para ti por hacerme compañía y leerme historias”.
Lo abrí y me encontré el libro que ahora tengo en mis manos: “PI y Margall y la Política Contemporánea”. Magníficamente encuadernado y en una edición de 1886. Por supuesto yo entonces no sabía lo que era. Pero me gustaba acariciar sus tapas notando el huecograbado de su titulo. Y pasar sus hojas de papel biblia. Era distinto a los libros que yo conocía. Con el paso del tiempo supe que también era un libro importante.
Me contó que durante la guerra había presenciado una quema de libros por los nacionales, que le llamo la atención este, lo cogió y se lo escondió en las sayas.
Siempre que lo veo en mi estantería me acuerdo de la tía Míguela la Gibosa. De su aspecto, con su perfil afilado, que podía ser perfectamente identificado con el de las brujas de nuestros cuentos, quizá por conocerla yo nunca tuve miedo de las brujas, pero que escondía una muy buena mujer.
El insomnio me ha permitido este viaje a través de mis recuerdos. He recordado a mi abuela y sus amigas de solonar. Y me he visto obligado a levantarme y escribir este texto que quizá, como tantos, nadie lea pero que tenía necesidad de poner negro sobre blanco.
Acaricio una vez más las tapas de este libro, entrañable para mí, como si acariciara las nervudas manos de la Tia Míguela “La Gibosa”. Una buena mujer de la que no conocí ni su apellido. Pero, conociéndola a ella, ¿qué más da el apellido? Confieso que todavía hoy, cuando paso por la c/ Nueva, alzo la vista hasta el “balconcillo” de la Tía Míguela “La gibosa” esperando verla apoyada en la barandilla a la que apenas si llegaba.
Joaquin Cirac García
En facebook, el 10 de julio de 2012
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