Recordando a Cauvaca

Mis abuelos eran muy conocidos por su antigüedad, incluso a mi abuelo le apodaban en broma el “tío Dionisio como alcalde de Cauvaca”. Mis vivencias se iniciaron en el año 1.936.cuando el temor a los bombardeos llevó a las familias a las huertas. Torres, mases y retiros se vieron ocupados, creando una amplia vecindad. Entonces Cauvaca era ya una huerta muy poblada, rica y pegada al pueblo. La escuela que regía la maestra Doña Norberta, de La Almolda, aumentó el número de alumnos al incorporar a los procedentes de la ciudad. Recuerdo no menos de 36-40. Fontobas estábamos 4; Picullás tres; Zapater 3; los polilla Andres, Antonio, Vicente y una chica; las Victorias, 3; los gansos: Domingo, Manolin, Manuela y Teresa, casada con Claudio punchón; los ratones, hijos de Emilio Bonastre, que eran 7 u 8; los chirinas, que vivían en el pueblo pero llevaban a los críos a Cauvaca.

Año 1935-36. Alumnos y vecinos de Cauvaca, con su maestra, Doña Norberta.

Año 1935-36. Alumnos y vecinos de Cauvaca, con su maestra, Doña Norberta. 

Doña Norberta residía en la vivienda al uso adosada a la Ermita y Escuela. Dos eras grandes, hacían las funciones de Recreo que daban para jugar a la pelota, correr en bicicleta. Era muy cariñosa. Cómo no recordar cómo se tomaban la mano Doña Norberta y su marido paseando y vigilándonos.

Mis abuelos eran republicanos. Cuando entraba Franco, marchamos por miedo. Y los que se quedaron así les fue. Se quedó Naguila y mi abuelo Dionisio, con el hijo  mayor, que era labrador y no estaba significado. Cuando entraron los nacionales registraban las torres. El campo de aviación estaba situado justo enfrente de la Huerta. El movimiento o evolución de los aviones, a nuestro modo ya los conocíamos si eran “Cazas», «Chatos” o “Pavas”. Por la noche los localizamos por las luces que se encendían y apagaban. Hicieron viviendas para la gente que trabajaba allí.  En el castillo, en las cuevas de los gitanos, había un polvorín. Y decían que lo trasladaban a Cauvaca. Hubo un bombardeo en el que iban a por ese polvorín. Mi primos Pepito, Norberto, un hermano y yo, íbamos con los jadillos ya contados cuando oímos una ráfaga de metralleta. Nos metimos en el pesebre de la torreta del tio Carlos. Mi padre estaba en el pueblo y le decían: anda Emilio, que por Cauvaca buena les ha ido. Cuando llegó, mi abuelo y mi madre le dieron agua con vinagre para quitarle el susto.

La abundancia y cercanía de los vecinos se reflejaba en armonía y trato entre chicos y mayores. Estos eran constantes vigilantes y era frecuente oír el “Mira que se lo diré“, o el “No hagas eso que”. Cuando la bonanza del tiempo lo permitía se reunían las abuelas y madres y cosiendo tenían sus tertulias.

La torre en la que vivíamos era nuestra, de los abuelos. Era una torre grande dividida en tres. El trozo mayor era el de mi abuelo. Era normal que al habitar las torres y Mases hubiera que hacer  remiendos. En la torre de mis abuelos hicieron la llamada “vuelta” (segunda planta) y aprovechando esta circunstancia se hizo el primer “Escusau” de Cauvaca. El albañil fue Claudio, de apodo “punchón”, muy jotero, yerno del tío Manuel “el Ganso” que con su carácter abierto y chistoso hizo correr la noticia.

En verano, los festivos, el punto de reunión eran las playas del río Ebro. Había un punto que bautizamos como “La playa del tío Ganso” (Manuel), situada junto a lo que llamaban el “Medidor”, donde tomaban referencia de lo que crecía o menguaba el caudal.»La “playa” era el punto donde el ancho del río casi permitía su vado. Limitaba a una zona frondosa, amplia, llena de chopos, donde merendaban los mayores y desde donde nos vigilaban. Junto a la “playa” el río profundizaba y había remolinos. Teníamos prohibido acercarnos a este punto. Antonio el ganso se tiraba desde lo alto de un chopo y nunca tocaba el suelo. Una tarde muy poblada, un chico mayor, Andrés Sanz, cruzó a nado todo el tramo profundo. Todos los chicos y mayores pendientes de su acción. Su hermano Antonio, a pesar de las advertencias, no quiso ser menos y le imitó. Justo en la parte considerada más peligrosa, la de los remolinos, se hundió. Entre los mayores se encontraba mi padre, EMILIO FONTOBA ZAPORTA que no dudó en tirarse para sacarlo. Mientras la gente llamaba a los primos del ahogado, Valero y Manuel Gavín, que estaban en la otra orilla y el pontón lo tenían amarrado en el Medidor, que pasaron a toda prisa. Al llegar al punto, desde el pontón empujaron con el remo su espalda y pudo cogerlo por los pelos y sacarlo. En la orilla estaba también Ignacio Castillón, que haciéndole la respiración artificial le hizo sacar agua. Se salvó. En vida hemos comentado el suceso.

Una vez fuimos a jugar al campo fútbol. Era el tiempo de las cerezas. Fuimos a las cereceras de mi abuelo; pero en la margen había 4 del tió Navales. Un vecino le advirtió: «buena te han dejado las cereceras los nietos de Dionisio».  Y dijo: «no tendría mucha hambre porque aún han dejao en el árbol». Los caminos y sobre todo las sendas eran muy frecuentadas. Eso era motivo de saludos, conversaciones. Era costumbre que algún vecino te invitara a comer con ellos. Los apuros que pasabas comiendo “a rancho”, además todos te “arrimaban” el “bocao” a tu lado. El motivo del convite era que te dejaban montar en el trillo e incluso guiarlo llevando las riendas de las mulas.

Vecinos de la huerta. Fontobas, Gavines y galanes. Atrás, con pañuelo, Dionisio Fontoba.

Vecinos de la huerta. Fontobas, Gavines y galanes. Atrás, con pañuelo, Dionisio Fontoba.

Los acontecimientos de la guerra (año 1938) produjeron un cambio en aquel vivir. Muchas familias cauvaqueras optaron por abandonar Caspe. En mi familia el abuelo Dionisio no quiso seguir a la familia y quedó sólo en la Torre. En una de sus añoranzas y convencido que no volvería a ver a sus nietos, dió la bicicleta a Sebastian Zapater que la disfrutó hasta que regresamos. Sebastián como es lógico nos la devolvió y ha recordado el hecho y otras muchas cosas.

 Al morir mi padre, su moto quedó en Cauvaca. Mi tío Domingo la recogió junto a unas herramientas, la cubrió con una borraza y sacos vacíos que la cubrian sin más función. Aunque la forre fue requisada, la moto pasó desapercibida. Y quizá fue lo único que recuperó su esposa de todas sus “cosas”.

En Mayo del año 1.939 regresamos a vivir en la huerta. Las circunstancias nos obligaban y todo tenía otro matiz. En la Escuela ya no estaba Doña Norberta, el número de alumnos era menor. El nombre de  la nueva maestra no lo recuerdo, pero puedo afirmar que el ambiente, para algunos, era distinto. No era maestra de oficio, sino que estaba allí para pagar facturas. Si hacías la letra grande te reprendía: “haces la letra de avaro”, si la hacías pequeña: “de pobre”; por tocar la espalda de un compañero, de rodillas.

Había acequias por todos los lados. Donde vivía Naguila había una toma de agua que daba a tres partes de huerta separadas; y para bañarnos los zagales ponían las traveseras en la toma de agua y se hacían una balseta. La parte más seca era donde el campo de fútbol y actual pescadores.

En cierta ocasión la Agrupación de Flechas y Pelayos de Falange de la localidad, que desfilaban con sus uniformes y fusiles de madera los domingos y festivos, hicieron una excursión o salida militar a Cauvaca. Los chicos cauvaqueros quedamos sorprendidos, silenciosos, observadores. Camparon por la parte de la Ermita y Escuela y regresaron por lo que hoy llamamos Poblado de Pescadores. Unos cuantos hortelanos nos apostamos por allí para verlos mejor. Algunos Flechas abandonaron la formación para coger racimos de uvas; pero Alejandro Bonastre, muy decidido, comenzó a gritar “Padre, que nos roban la uva” y todos nos unimos gritando lo mismo, haciendo coro y tirándoles tormos. Entonces no desfilaban, corrían como alfardachos, que se las pelaban de miedo. Cuantas veces hemos comentado esta historieta.

Más de una vez nos reuníamos y en el camino con ribazos en sus laderas amontonamos tarrancos, cañas rotas, ramas, etc. para hacer una hoguera poniendo debajo balas de fusil (que entonces se encontraban con facilidad) y una vez situados en los ribazos que hacían de trincheras. Y fuego a la hoguera y las balas silbando por encima de nuestras cabezas. Cuando  se apercibieron los mayores se acabó la batalla.

En los caminos, sendas, eras, había mucho movimiento de los vecinos y  más cuando llegaba la cosecha del tomate. La recogida del llamado “Pitero” con destino a la fábrica que los conservaba y que previamente habían contratado, y el transporte era con caballerías. Y las judías secas, etc., con destino a las proximidades de la estación para llenar pucheros de ferroviarios catalanes. Con esto quiero decir que el “boca a boca” era muy practicado. Quién de los que vivimos allí no recuerda la variedad de sus frutas. Cuantas clases de cereza, cuantas de albaricoques, cuantas de melocotones, y las Ceremilletas, Presquillas-Tomate, Presquilla-Manzana, y tantas y tantas que no creo hubiera rincón de bancal que no se aprovechara para plantar un árbol.

(…)

Emilio Fontoba Salas
Extracto del libro «Cauvaca. El paraíso perdido»

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