Nuestras abuelas dictaban justicia

Pensaba en alto hace unos días que las gentes de mi generación, que ni son mejores ni peores que las de la suya, han sobrevivido a los diez últimos años de aquél triste dictador, que era abuelo de los que nos mandan ahora, que entre unos y otros nos robaron la ilusión y la esperanza de creer que otra cosa era posible en un País donde a pesar de que usted lea otras cosas y escuche otros ritmos, puedo asegurarle que Belén Esteban es en estos momentos la autora más leída y Paquirrín, ese chaval que nació gordo y calvo es el autor de la música más descargada de internet.

Les decía que mi generación sobrevivió a eso, a la muerte del payaso Fofó, nuestra gran tragedia, al envenenamiento masivo por Aceite de Colza, a no pasar de Cuartos en un Mundial jugado en casa, bebíamos leche de vaca o de cabra ordeñada a mano. Se hervía y a desayunar. No existían las ordeñadoras automáticas. Y nadie se ponía malo. Ni cogía las fiebres maltas. Ni tan siquiera una diarrea. Y no es porque la vaca se duchara con gel para vacas todas las mañanas, no. Es porque estábamos vacunados. Y si había habido diarrea, pues todo se arreglaba hablando:

– Pues el chico pequeño lleva dos días con diarrea…

Bah!, que no la habrás hervido bien, chiqueta.

No había hojas de reclamaciones. ¿Reclamaciones de qué? Las cosas las arreglaban las abuelas. Las abuelas eran las personas que tenían la ley y la palabra. No eran necesarios fiscales, ni abogados, ni procuradores, ni mucho menos jueces. ¿Para qué si teníamos abuelas?

Recuerdo como si fuese ayer mismo como en nuestra casa de la calle Borrizo estaban haciendo los mayores una obra menor, lo cual requería tener por el patio amontonado unos cuantos ladrillos, arena y herramienta adecuada para la obra. Estábamos mis hermanos y un vecino de nuestra edad más o menos, que creo que vivía al principio de la calle y de cuyo nombre no me acuerdo.

El lugar del "crimen"

El lugar del «crimen»

El caso es que pleno fragor de la batalla sobre aquél montón de arena, uno de mis hermanos arrojó con gran acierto un ladrillo sobre la cabeza de aquél infortunado churumbel, el cual y no voy a decir que sin cierta razón, sangrando como si la sesera se le fuera a desparramar y quitaba la mano de la cabeza y gritando calle Borrizo abajo como si fuera el Samur, salió huyendo del lugar. Nosotros, con cara de asombro por la puntería de mi hermano y por la cantidad de sangre que siendo tan pequeños podemos tener en el cuerpo, nos miramos, nos encogimos de hombros y pensamos:

-Ya se ha jodido el juego-.

Al de media hora aproximadamente llamaron, como quien pide justicia, al picaporte del noble portón bicentenario de la casa. Se asomó a la escalera, como dueña de la edificación que era, mi abuela Pilar:

¿Quien llama?

Pilar, baja un momento, que soy Enriqueta.

Mi abuela, vestida de riguroso luto durante los últimos 35 años, con pañuelo negro anudado al cuello, bajó hasta el patio y allí se encontró con la señora Enriqueta que llevaba de la mano a su nieto, que parecía que salía de un matadero, con toda la camiseta rojo-sangre, al igual que las orejas y el cuello, y habló la mujer:

Mire, -dijo mostrando a la criatura, dando esta un paso al frente, –lo que le ha hecho su nieto al mío-.

Mi abuela Pilar contemplo la escena, la evaluó, recapacitó y sentenció:

– ¿Sabe lo que le digo? Que se hubiera estado en su casa, que el mío en la suya estaba. Buenas tardes.

Cuando esto ocurría no tendríamos más de cuatro años. No había denuncias, ni pleitos. Las abuelas dictaban sentencias. Lo demás se solucionaba con mercromina. De la roja, eso sí. Y en abundancia.

Y a pesar de mi edad, de todo lo de aquí  he descrito, Doy Fe, como notario que nunca llegaré a ser.

Carlos Juan Borroy
10 de enero de 2014
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