Mi abuelo Antonio

Apenas sé nada de mi abuelo; unos pocos detalles que me contó mi padre, otros que me facilitó un buen amigo de la infancia, y la información proporcionada por dos libros donde se comentan recatadamente pequeños resúmenes de su biografía así como de su trágico final: “Los héroes y mártires de Caspe”, escrito por Sebastián Cirac, y “Caspe. Combatiente, cautivo y mutilado”, de Fermín Morales.

Mi padre tampoco pudo aportarme mucho, ya que el abuelo murió cuando él tenía solo nueve meses, y Florentina, su mujer, mi abuela, que falleció cuando yo tenía ocho años, prefería guardar su recuerdo en silencio. Solo estuvieron casados unos pocos años, porque la guerra los separó al poco tiempo y para siempre.

Mi abuelo Antonio

Mi abuelo se llamaba Antonio Albesa Cebrián, era hijo de Joaquín Albesa Buenacasa y de María Cebrian Lacruz. Vivían en La Muela, la zona más antigua del pueblo, pegada al Barrio Judío, donde supuestamente nació San Indalecio y junto a la ermita que lleva su nombre. Tenía cuatro hermanos: antes que él estaba Joaquín, nacido en 1905; luego mi abuelo, de 1908, y después les seguían José, María y Vicenta.

Una vez finalizados sus estudios, junto con su padre y su hermano Joaquín se estableció como mecánico en el pueblo, con un subordinado a su cargo (que en su momento será el causante de su muerte, al delatarlo a los milicianos). Años más tarde, me contó mi padre, este hombre quiso regresar del exilio, y su hermana fue a pedir perdón, de rodillas, a los familiares que seguían vivos. Mi padre, de corazón noble y con facilidad para olvidar, le perdonó, pero hubo otros parientes que no pudieron hacerlo y le dijeron, literalmente, que ellos no perdonaban, que cargase con ese crimen el resto de su vida y que por allí no volviese.

Pero este no es un relato de venganza, solo de recuerdo y añoranza, así que dejaremos a este señor de lado en nuestra historia.

Durante la Guerra Civil mi abuelo eligió un bando, da igual cual. Lo relevante es que fue delatado cuando salió de su escondite y eso le costó la vida. Da igual que ideología lo mató, porque todos los soldados hacían y hacen lo mismo en todas las guerras: llevarse por delante al enemigo, a todo el que consideran capaz de luchar contra ellos. En un edificio de la Glorieta de José Besteiro, cayeron asesinados todos los varones de una familia, salvo uno que tenía problemas psíquicos.

Cuando los del bando contrario a mi abuelo tomaron Caspe, mi familia se escondió en una casa cercana, la de Juan Barriendos, hasta que decidieron salir, ya que no querían comprometer a sus amigos. El tataranieto de uno de los que los acogieron asegura que su abuela recordaba cómo mi padre pedía constantemente el chupete, entre sollozos. El Chupón llamaban a mi padre por este motivo.

Mala idea la de salir, lo trincaron por las calles y lo apresaron, y junto con el resto de los detenidos, lo llevaron al cementerio, donde les obligaron a abrir su propia fosa…

Qué aberración… Dios mío…

¿Qué debió pensar Antonio mientras cavaba?

Supongo que tendría miedo; yo lo tendría… Supongo también que tendría ansiedad, que le sudarían las manos… Que le costaría respirar… Imagino que su corazón palpitaría como un loco por la tensión… Qué horror…

Supongo que ese rato se hizo eterno e infinitamente corto a la vez.

No lo digo porque fuera un cobarde. Todo lo contrario: fue un valiente. Un hombre de honor. Pero cuando tienes a otro ser humano convertido en bestia apuntándote con un fusil a la cabeza y sabes que tu tiempo está contado, intuyo por lógica que el temor se apodera de uno. Todos sabemos que vamos a morir, pero por suerte no sabemos cuándo, y eso nos da paz y confianza.

Antonio lo sabía: media hora…una…sabía que la suerte estaba echada y las cartas que le habían tocado en el reparto estaban a punto de estallarle encima como una bomba de relojería…

Se comenta por otros escritos, cuyo autor desconozco, que él y sus compañeros de infortunio sufrieron vejaciones en vida y en muerte, pero como este texto lo va a leer mi padre, es decir, el hijo de mi abuelo, no quiero crearle un daño innecesario.

Solo apunto pues el resumen: que su muerte, la muerte de mi abuelo, además de programada fue sucia y cruel.

Ya debería haber sido bastante tortura saber que vas morir, pero las guerras sacan lo peor de los hombres: solo sirven para legitimar el sadismo y el odio. Las ideas políticas y su defensa no merecen que se gaste por ellas una sola vida. Ninguna.

Una mujer me contó que, siendo niña, en esos primeros días de guerra la sangre corría por los márgenes de las aceras igual que corre el agua cuando llueve. Supongo que se refería a los fusilamientos.

Qué suerte hemos tenido los que llegamos después, que nos hemos librado y no nos ha tocado vivir directamente ese horror; aunque, por otro lado, sí hemos vivido indirectamente sus secuelas: mi padre se crió sin el suyo, mis hermanos y yo nunca conocimos a nuestro abuelo, mi abuela perdió a su marido… De una familia de tantos hombres, incluyendo hermanos y primos, solo quedó mi padre y su tío José.

Tras ser ocultado junto a su hijo en casa de unos vecinos, mi abuelo decidió salir a descubierto, quizá para no comprometer a su hijo y a la familia que lo acogía, o quizá porque pensó que no corría peligro. Por desgracia, le apresaron.
Mi abuelo Antonio pudo haber salvado la vida, pero no quiso: estaba ya montado en el camión de los que llevaban al cementerio a “pasear”, se acercó uno y dijo: «Antonio Albesa, que baje, que “fulanito” le perdona la vida». Mi abuelo contestó: «No voy a ningún sitio sin mi hermano». Y como a su hermano no le «indultaron», no quiso dejarlo sólo y no se bajó del camión.
Ese fue mi abuelo: ¿un héroe, un valiente por no abandonar a su hermano, o un necio por dejar a su hijo y a su joven esposa solos ante la vida? Cruel duda, ponte tú en su lugar e intenta decidir con cordura mientras los segundos se escapan como el agua entre los dedos cuando intentas capturarla con las manos abiertas…

Madre mía… Mi abuelo debió pensar en algún momento que todo lo que se paseaba ante sus ojos era puro disparate; que en realidad estaba soñando, que todo aquello no podía estar pasando de verdad, que se estaba volviendo loco, o qué sé yo…


También he pensado alguna vez que su hermano Joaquín, mi tío, podía haberlo obligado a bajar, aunque hubiera tenido que darle un golpe para que se desmayase, y así habría tenido la oportunidad de luchar por su mujer y su hijo…

Yo qué se. A saber qué pasó en realidad y cómo.

Qué hubiera hecho yo… Tic tac, tic tac… Se acaba el tiempo. Decide ya…

Me lo imagino carcomido por la ansiedad mientras cavaba con aquella maldita pala la tierra seca y dura del cementerio, aquel terrible 25 de julio de 1936.

¿ Tendría todavía alguna esperanza? Quizás, quién sabe, alguien apareciese en el último momento con orden de no matarlos; o quizá hacerles cavar la fosa era sólo para asustarlos y jugar con sus mentes, torturarlos psicológicamente, y luego les soltarían. Quién sabe.

Sus últimos segundos de vida, al sentir el cañón del arma ronroneando por su nuca o frente a su pecho, como un gatito travieso juega con un ratón. ¿Debió de temer la realidad? ¿Lo que estaba por llegar?

¿Cuáles son los pensamientos que se cruzan por la mente de un ser humano cuando por fin es consciente de que va a morir? ¿Acaso es como si alguien con una voz suave y penetrante te susurrase cosas al oído que, lejos de calmar tus nervios, te suenan metálicas en la garganta agregando más agonía a lo que ya te espera? Sobre todo cuando te das cuenta que esa voz es la tuya, y de que lo que está gritando desde el silencio es: «me van a matar… me van a matar…»

Supongo que mil pensamientos debieron agolparse en su cabeza, quizás dando coba una y otra vez a esa golfa traicionera que es la esperanza, que burlonamente se empezaba a asomar de nuevo ante lo obvio. Quizás el arma tiemble en manos del verdugo y su conciencia no se lo permita…

Quizás esto… Quizás eso… Quizás lo otro…

El resultado, imagino, se debió ver reflejado en una locura ansiosa derivada de un vaivén de sensaciones entrecruzadas que no acababan nunca hasta dar lugar a una montaña rusa emocional. Me imagino el sudor cayendo por sus sienes y su espalda, y en su cabeza, enganchado, un bucle de apenas unos microsegundos de duración pero donde se repiten alternándose hasta el infinito una lucha interna donde esperanza y realidad pelean enfrentadas por hacerse un hueco…

– Me van a matar… me van a matar…- debía estar diciéndose mi abuelo todo el rato, una y otra vez sin poder evitarlo, como si de un poderoso salmo o un mantra que cuantas más veces y más enfebrecidamente repites sirviese para poder así tornar su significado.

Suena el sonido metálico de los cerrojos metiendo las balas… Clínk!! Clink!! Clink!!

Aún queda tiempo para seguir consciente…
Se escuchan los rezos y lamentaciones del resto de los que comparten tan infausto destino.
– Padre nuestro…
– ¿Porque yo?
– Perdóname…

Bang!! Bang!! Bang!!

El arma esta tan cerca que puede sentir como su presencia le quema la nuca…

Ni siquiera sé si le vendaron los ojos…

Antonio nota por un momento detalles mínimos, casi anecdóticos, como por ejemplo que su  pelo huele ligeramente a perro mojado por la lluvia que ha caído al mezclarse con su propio sudor. Y mientras la bala atraviesa el cráneo o revienta el corazón implosionándolo, quizás, solo quizás, mientras el cuerpo aún cálido cae por inercia sobre el trozo anónimo de zanja oscuro que a partir de ahora lo envolverá con en un compacto abrazo…

Quizás…

Quizás entonces le dio tiempo a Antonio de volver a escuchar ese silencioso grito cargado de angustia en su cabeza: «Me van a matar, me van a matar»

Me van a matar…

FIN

Dedicado a mi padre.

Carmen Albesa Maza

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