Lejos de la India

Por Alejandro Giménez Robres

En un rincón de un caserón medio derruido, a merced de la intemperie de los bajos fondos de una tarde de diciembre, duermen varios hombres apelotonados sobre una ramas secas de platanero. Andrajosos, harapientos, de tez oscura y cabellos azabache, castigados por años de extenuante trabajo y malnutrición, dibujan un frágil amasijo de humanidad a punto de quebrarse. Sus compañeros de fatigas, también de la casta más baja, siguen apilando troncos de madera hasta una altura casi inimaginable. Con sus pies descalzos y deformes ascienden y descienden del improbable acantilado de maderos con asombrosa y desafiante agilidad. Otra cuadrilla escoge la leña más seca, las cargan en unas mochilas hechas de lona y descienden lentamente los grandes escalones que separan la ciudad de la ribera del Ganges. Acompaña su labor un silencio sepulcral. Algo realmente extraordinario e inusitado en estos lares. A unos pocos metros, en la fachada contigua, un barbero se afana en rapar las cabezas de los primogénitos bajo la atenta mirada de los curiosos. Las procesiones de familiares -todos varones-  portan a sus difuntos envueltos en pan de oro por este laberinto de callejuelas hasta desembocar al río. A lo lejos, un eco de cánticos en extraños dialectos anuncian la llegada del ocaso. Las malezas prendidas empiezan a cargarse de humo y esencias quemadas y las hogueras iluminan con su hipnótico baile al río sagrado del Hinduismo. Los perros callejeros se acercan sigilosamente a las incineraciones en busca de algo que llevarse a la boca, y unos niños de la calle se dedican a ahuyentarlos a cambio de un puñado de rupias. A unos pocos metros río abajo, como si estuvieran en una dimensión paralela, una familia entera se viste después de un baño sagrado. Sus caras auguran un futuro lleno de buenos presagios. En los graderíos de los Vats un grupo de guiris se sientan junto a un anciano Shadu que vigila paciente su atardecer infinito. Le ofrecen un poco de tabaco. El anciano lo acepta gustosamente y en agradecimiento les ofrece unas hojas de Betel. Por un momento la brisa del río se detiene por completo. La noche transcurre plácida, serena, inmutable, pero a ras de suelo bulle una actividad tensa y expectante. Los peregrinos venidos de todas las partes de la India toman sitio en la ceremonia de la Ganga. Las guirnaldas de luces se desperezan lentamente encendiendo los muros de los templos de vivos colores. Los guías, vendedores y buscavidas se abren camino entre la multitud como peces nadando contracorriente. La ceremonia en honor a la diosa del río está a punto de comenzar. El público se prepara. Los botes y barcos turísticos acuden al encuentro de la liturgia de música y fuego. Un Brhaman recita un mantra mientras enciende unos enormes candelabros de aceite en forma de espiral. Cinco jóvenes Brahmanes ataviados con sus mejores galas ofrecen los candelabros llameantes al paso del Ganges y liberan estelas humeantes que se pierden en el cielo raso. La música envuelve cada instante y lo transforma en recuerdo. El tiempo dibuja un gran círculo que no cesa de crecer. La corriente arrastra las ofrendas de los peregrinos y las cenizas de los que ayer andaban entre nosotros. La iluminada bruma nocturna perfilará durante años la memoría de los viajeros. He aquí el Dharma. El mito del eterno retorno; el equilibrio esencial y cósmico. Un sistema complejo e invisible que une y mueve todas las cosas conocidas y las desconocidas y aquellas que nos resistimos a conocer. Y estamos en Benarés, donde los muertos inician su camino al Nirvana mecidos por la brisa del río y la ceremonia del fuego desde hace más de cuatro mil años.

Dos semanas después me encuentro en Madrid-Barajas esperando al autobús que me ha de llevar a casa. Hace calor para esta época del año. Mi avión ha venido con retraso y he llegado por los pelos al último bus. Es víspera de Nochebuena y eso se palpa en el ambiente y en el semblante de los viajeros. “Todos iniciamos o terminamos un camino”, murmuro al ver el autobús cargado de gente sonriente e impoluta colgada del teléfono. Acabo de volver de la India y no lo he asimilado todavía. Y eso que siempre fue el primer destino de mi lista, mi Camino a Ítaca particular, mi soñada ínsula Barataria, pero por una razón o por otra nunca era el momento. Además, primero necesitaba foguearme, probarme a mi mismo, sentirme lo suficientemente preparado y seguro. Sólo me ha costado diez años de viajes y lento aprendizaje. Y ya está, se acabó. Estoy de vuelta y, de alguna manera, me niego a aceptarlo. Había soñado tanto con la India que necesito meditarlo un tiempo. Me pasa con todos los viajes. Todos dejan un regusto pasajero que poco a poco deja un poso permanente. No obstante, nunca un viaje tan largo se me hizo tan corto. “Es el tiempo que viene y va, bueno, sobre todo se va. Te haces mayor para según que cosas y todo lo demás son milongas”, pienso. Sólo tengo ganas de volver a casa y dormir doce horas seguidas.

Y de repente, sin solución de continuidad ni tiempo para asimilarlo, han pasado más de tres meses. He vuelto a mi zona de confort con más rapidez y facilidad que nunca. Apenas he ojeado las fotos y vídeos del viaje y mucho menos tengo ganas de escribir sobre ello. Las anécdotas de viaje se diluyen en la rutina diaria y los relatos de mis vivencias van perdiendo paulatinamente su fuerza inicial. Y eso me ha llegado a asustar. Como si India ya no estuviera ahí y el viaje hubiera sido tan sólo un sueño. Como si hubiera tirado la toalla en mis ansias de conocer mundo. Como si me hubiera topado con un muro insalvable y me hubiera curado del síndrome del viajero para siempre.

Todo éste embrollo personal tiene una explicación. Como ya sabrán, La India es la celebración de la diferencia, un estallido de sensaciones encontradas, un monumento constante a lo insólito. El lugar más bizarro, estresante y caótico del mundo. Aunque parezca un tópico más grande que la cúpula del Taj Majhal, hay que verlo para creerlo. Todo en este inabarcable país es una gran vuelta de rosca, una pirueta inconcebible para nuestra mentalidad occidental. Por ejemplo,  los “rickshaws” son en concepto una locura: pequeñas motos que arrastran un remolque lleno de gente, cuanta más mejor. Son habituales en toda Asia, pero, créanme, que en India alcanzan otro nivel. Los hay de dos, tres, cuatro o treintaycuatro plazas, encapotados, descapotables, verdes, amarillos, lujosos, austeros, tuneados, con equipo de alta fidelidad incorporado. Los pitos de los coches, motos, carros, bicicletas, furgonetas y camiones es tal vez lo único eficiente del país. Las calles están sucias y deshoyadas, los desagües son a todas luces insuficientes y las vacas campan a sus anchas y van minando la calle con sus heces. Cruzar la calle en hora punta es una misión suicida. Conseguir un teléfono que funcione es una quimera y comprar un billete de tren toda una proeza. La gente te mira raro (en realidad sólo te miran, porque en un país de 1200 millones de hindúes, musulmanes, Sijs y budistas el raro eres tú). Y la tranquilidad es un bien escaso que sólo los ricos pueden pagar. A todo ésto hay que sumarle la sobrepoblación y la falta de una mínima conciencia ecológica. El aire en las grandes ciudades es irrespirable y las infecciones respiratorias y estomacales son de lo más habituales. No es extraño que algunos turistas huyan horrorizados del país . La India no es para estómagos sensibles. La pobreza lo abarca todo, los campamentos de intocables (castas de apestados por la sociedad que viven en condiciones miserables) están por todos lados, los mendigos son numerosos e insistentes y la higiene deja mucho que desear.

Cómo un país tan loco puede ser la cuna de la meditación, el yoga y el budismo, adalides de la búsqueda de la paz interior y el misticismo, es algo que se me escapa por completo, y aún así comprendo que es algo completamente necesario. En una sociedad tan tumultuosa, el individuo debe mantener su mente y espíritu lo más sano posible, sólo para permanecer en pie. Aunque, como veremos a continuación, no es del todo así.

Desde que vinieron los Beatles, allá por los años sesenta, la India ofrece respuestas a los perdidos y desorientados occidentales. Afortunadamente para los gurús, la iluminación espiritual no resulta precisamente barata. Los hare krishna son en su mayor parte occidentales en busca de un ideal. Hay auténticos complejos dedicados a enseñar el camino de Buddhha y en ocasiones uno tiene la impresión de estar en un parque temático. Por otro lado, el lujo asiático y la gran vida de maharahara surgidos del imaginario colectivo sólo existe en los museos y en hoteles de cinco estrellas alejados de la verdadera esencia del país. Esta concepción tan idealizada es tal que estoy convencido de que los que más dan la nota son los propios extranjeros. Me explico, anécdota mediante. Una tarde paseando por los alrededores del lago de Puskhar escuchamos a lo lejos a unos músicos locales tocar una suerte de timbales (Mardarigan) y flautas (Bansuris) y a un grupo de bailarinas danzando al ritmo de la música. Las danzantes portaban bellos saree de colores vivos y hacían resonar sus piezas de bisutería con fugaces giros de muñeca y grandes y oscilantes movimientos de cadera. Los pañuelos formaban parte esencial de la coreografía y los curiosos que por allá andaban poco a poco se fueron uniendo al improvisado festival. La estampa era digna de una película de Bollywood. Nos acercamos unos metros más y para nuestra sorpresa comprobamos que los músicos sí eran locales, pero las bailarinas eran de Murcia, Birmingham, MonchënBlagbach y Estocolmo. De cualquier sitio menos de la India. Como bien recordamos esa noche entre risas a orillas del mismo lago: “Imagínate que vas a Sevilla y te encuentras a un grupo de japonesas vestidas de rocieras bailando sevillanas. Menudo bajón, maldita globalización.”. Así que quién busque estas inocentes idealizaciones de folleto turístico seguramente se lleve el chasco de su vida.

Sin embargo, hay luz al final del túnel. La india ofrece inacabables experiencias a los viajeros de mente abierta y sincera curiosidad. Las nuevas generaciones de hindús tienen verdadero interés en aprender de nuestra cultura y costumbres, lo que abre las ventanas de par en par al intercambio cultural y a conversaciones interesantísimas. El desarrollo económico es imparable. Las políticas de sensibilización medioambiental comienzan a dar sus primeros frutos y las organizaciones no gubernamentales desarrollan una labor de empoderamiento de las clases bajas y de la mujer que va a mejorar el país más rápido que nunca.

Desde hace unos días, mientras me pierdo en mis quehaceres diarios y pienso en mis absurdos problemas del primer mundo, igual que un grifo mal cerrado deja escapar furtivas gotitas de agua, impacta sobre mí una sensación olvidada, un sonido vibrante, un aroma envolvente o una imagen colorida de la India que antes no era capaz de recordar. Y no sé que les parecerá a ustedes, pero a mi sufrir estos síntomas de nuevo me hace profundamente feliz. Porque significa que pronto volveré a ser infectado por la seductora y desconocida idea del viaje no como fin, sino cómo medio.

Ayer miré de reojo a la mochila que reposa pacientemente en el rincón de mi armario y juraría que ella hizo lo mismo. Será que también recuerda como yo los limpios atardeceres en Palolem beach, ese paseo por la selva para visitar a un asceta ermitaño custodiado por una gigantesca Bauhina y un juguetón rottweiller (verídico). Y a voluntad rebobinaré en el tiempo y volveré a perderme en las profundas y oscuras calles de Benarés impregnadas de fragancias de Chai y tintes de seda. El lecho azul de la ciudad de Uhdaippur volverá a sucumbir al atardecer rojo bajo la fortaleza de Mehrangarh. Cruzaré las intimidantes murallas del Fuerte Amber imaginando su ya lejano esplendor. Comprobaremos que el tren sigue siendo la mejor red social que existe y es probable que la Samosa más sabrosa del mundo esté contaminada de nuevo. Quién sabe. Echaré de menos las discusiones políticas con Macarena, con ánimo de buscar polémica, y las terapias de grupo cuando la cerveza ya era tolerada por nuestros estómagos y la confianza sobrepasaba los límites de lo políticamente incorrecto. Me reiré a carcajadas con el “sutil” humor de Raquel. Tomaré fotos y charlaré con los esperanzados jóvenes hindús de curiosidad voraz que prefieren sumar followers allende los mares a acumular puntos positivos de karma. Contaré el secuestro de las gafas de Laura perpetrado por un banda organizada de monos titis y su posterior rescate gracias a la buena praxis y a la alta tecnología hindú (un palo muy largo y muy gordo). Los Lassis salpimentados con comino y azafrán (pedazo descubrimiento para aliviar el picor), los Thalis vegetarianos, los tés de todo tipo, el paneer y el naan con ajo, queso y margarina. La insana adicción a los postres de tradición colonial. Incluso alguna indisposición ocasional y algún que otro mal rollo con vendedores de todo tipo y algún turista mal informado son cosas dignas de recordar. Esa moñiga de vaca aparecida misteriosamente en el balcón de un segundo piso de un hotel boutique seguirá siendo un misterio insondable. Y cómo no, volveré entonar el mea culpa y mis más sinceras disculpas por encerrar sin querer a una de mis compañeras en su propia habitación mientras pasaba por un fuerte proceso febril.

Y a riesgo de caer en el tópico, les rogaré encarecidamente que visiten la India a pesar de todos sus defectos e incomodidades. ¡Cómo no sucumbir a un mundo nuevo! A una nueva manera de relacionarse con él y con los que le rodean. Un pequeño prisma desde el cual poder admirar un montón de realidades olvidadas. He pensado bastante en ello, en los grifos abiertos, en las lluvias torrenciales y en los cuentos que nos mantienen en pie y en las fiebres que vienen y van, en mi afortunado lugar en el mundo y en todo lo que me falta por hacer. Y creo sinceramente, con el optimismo por bandera que acaba otorgando la experiencia, que las fuerzas cósmicas y los sistemas complejos conspiran a mi favor. Y lo que yo identificaba como apatía permanente o fin de una etapa era solamente un punto y seguido, un descanso en el camino, una barrera invisible mas no irrompible que me mantenía lejos, -pero nunca más-, lejos de la India.


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