«Detrás de mi finca hay una docena o más de tumbas excavadas en piedra. Cuando la guerra, mi padre sacó una gravera en nuestra finca, para la construcción de refugios. A unos cincuenta o cien metros había un hoyo muy grande. Se me ocurrió un día ir a hacer de vientre allí, y como no tenía papel cogí una piedra para limpiarme. Al verla me quedé maravillado. Era una pieza de silex. Labrada. Preciosa. La cogí y me la llevé a casa.
Aquí hay un misterio muy grande. Esa pieza la tenía ahí puesta, encima de la televisión. Fue meter la piedra en casa y se estropea la cerraja de la puerta del piso; luego la de la puerta de la cochera; a los pocos días se avería la nevera; algo después, la lavadora; y la televisión, y la furgoneta… Yo tenía mucha amistad con Manuel Pellicer, el arqueólogo, desde que hicimos la mili juntos. Un día lo veo por el pueblo y le digo: “Manuel, que te guardo una cosa que quiero que la veas, porque para mí es algo interesante”. Esos días creo que él estaba en Trabia, con otros arqueólogos. El caso es que viene, se lo enseño y me dice: “pero ¿tú sabes lo que tienes aquí? Es el mejor silex labrado que he encontrado nunca”. A lo que le contesto: “mira Manuel, sólo te voy a pedir una cosa. Dicen que van a hacer un museo en Caspe. Cuando sea. Me gustaría que esta piedra se quedara en Caspe”. Recojo la piedra, se la envuelvo en un papel de periódico y se la doy a Pellicer. Bajamos al coche. Nos despedimos. Entra en el coche, le da al contacto… y se le pega fuego todo el enducido. Me quedé paralizado. Tuvo que ir a Lorenzo Ferrer a que se lo arreglara. Manuel acabó enseñándole la piedra a D. Antonio Beltrán y éste dijo que tenía que conservarse en Zaragoza. Y allí está, en el Museo de Arqueología, en una vitrina».
Extracto del libro Cauvaca. El paraíso perdido, de próxima publicación
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