La noche que abandonaron Fayón

El viajero teme nuevas y encarnizadas confrontaciones sobre la memoria ahora que va a escribir sobre Fayón, el pueblo que en el otoño de 1967 fue inundado por completo. Evoca la mañana en que su alcalde, el señor Josep Arbonés, le llevó a ver el campanario emergiendo de las aguas y piensa en las dificultades para afrontar esa imagen característica de la literatura pantanosa. Por las dificultades ha llamado a la Confederación Hidrográfica del Ebro. Una tarde en el centro del verano no es el mejor momento para responder preguntas. Pero necesita un ingeniero, diques, o se le irá río abajo la escritura: nada más arrasador que la melancolía. Descolgó el teléfono un ingeniero del departamento de grandes presas, así le dijeron. Puede que resulte increíble, pero parecía haber estado esperando la pregunta toda la vida.

-Fue por dinero.

Últimas horas del viejo Fayón

Últimas horas del viejo Fayón

-La compañía eléctrica Enher parecía ir mal de dinero en esa época. Es extraño porque se dedicaba a hacer pantanos, grandes pantanos, y no es ocupación compatible con la flojedad de moneda. Pero algunos datos así lo indican. Por ejemplo, lo que la compañía planteó a los habitantes de Fayón alrededor del año 1957, largo discurso, pero con esencia: les daremos dinero para que busquen otro lugar para vivir y no será necesario que les hagamos un pueblo nuevo. La misma flojedad sugiere los pactos que mantuvieron para el pago de las indemnizaciones. Como pagaban poco, la compañía tuvo que acogerse al subrayado psicológico: cuando llegaba a un acuerdo con algún vecino, le tapiaban la casa; aunque antes le dejaban salir. A pesar de todo, de las penurias que arrostró, la compañía, cercada por las protestas, aceptó finalmente construir un pueblo nuevo para los obstinados. Al final, sin embargo, reaparecieron los viejos problemas: 50 vecinos no querían marcharse, porque alegaban que sus casas en el pueblo nuevo no estaban aún en condiciones. La compañía les pidió que se hicieran cargo de su situación y que aceptaran pasar unos días con sus familiares. Todo el mundo tiene familiares. Se negaron.

El viajero tiende a pensar que fue el dinero. La moral es hija de la sobrealimentación. La compañía Enher tenía necesidad de poner el pantano en funcionamiento. ¡Los crímenes que hace la necesidad! Quedaban 50. Diez familias con sus hijos y sus viejos. En la plaza mayor del viejo Fayón alguien acaba de decir que la presa de Mequinenza se está rompiendo. Es la tarde del 17 de noviembre y llueve. El viajero ha citado tan mal al poeta, por pura pereza, tantas veces, que no perderá esta ocasión de citarlo, que es buena y es justa. No es octubre, sino noviembre. No es el año 1959, sino 1967. No es el litoral industrial y marítimo de Cataluña, sino la ribera carbonífera, quimérica de Fayón. Pero la noche triste de Jaime Gil de Biedma es la noche de todas las posguerras del mundo, y la noche de Fayón.

Por todo el litoral de Cataluña llueve

con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas,

ennegreciendo muros,

goteando fábricas, filtrándose

en los talleres mal iluminados.

Y el agua arrastra hacia la mar semillas

incipientes, mezcladas en el barro,

árboles, zapatos cojos, utensilios

abandonados y revuelto todo

con las primeras letras protestadas.

El viajero le había preguntado al ingeniero de la Confederación Hidrográfica por qué, después de que la Guardia Civil hubiese sacado a punta de pistola a los 50 últimos habitantes de Fayón, con las aguas de la presa inundando ya las primeras calles, por qué no habían dinamitado el pueblo.

-Fue por dinero.

-¿Siguen haciendo lo mismo?

-Ahora los demolemos. Son otros tiempos. Demoler no es sencillo. Cuesta mucho dinero. Ahora nosotros cogemos un pueblo y los restos los cubrimos con tierra. O sea que si el pantano se vaciara nadie podría decir que allí había existido un pueblo.

El viajero está de acuerdo. Mejor que nadie supiera que allí había habido un pueblo. Mejor para los propios recuerdos. El campanario no es un recuerdo: se recuerda lo que se destruye y no lo que se restaura: el campanario de Fayón es un ojo vacío, restaurado por las aguas. Mejor el pueblo enterrado que los turistas fotografiando la bronca curiosidad del estiaje. No hay ruinas pintorescas -ni siquiera la piedra del campanario sobre el azul inmóvil del pantano-, cuando han caído encima de la gente y de sus vidas. La inundación de un pueblo es la versión espectacular, a gran formato, del drama silencioso y generalizado de la emigración, económica, política o moral: del hecho simple de que uno tenga que marcharse de un lugar sin quererlo.

Fayón, anegado

Fayón, anegado

El viajero recorrió con su alcalde el nuevo Fayón hablando largamente del pasado. Al final, el alcalde le contó una tierna leyenda. Los pueblos derrotados son fieles a sus mitos casi con mayor rigor que los pueblos victoriosos. A principios de siglo, un ingeniero llegó al pueblo de Fayón. Trabajaba a sueldo de La Canadiense y él mismo había nacido en Canadá. Venía a tomar las medidas de una obra colosal que cambiaría la vida de la comarca, eso anunció. El canadiense pronto reveló que se trataba de un pantano. Su trabajo duró varios meses y un día dijo que volvía a su país; que se llevaba los planos prácticamente hechos para el repaso final. Que volvería. Que la aurora era inminente.

El canadiense embarcó en el Titanic. Tampoco sus planos se recuperaron. Nadie ha olvidado -y así se lo repiten hoy, en las largas noches de invierno, a los 13 niños del pueblo- que el pantano que trazó el canadiense no inundaba el hermoso Fayón.

Arcadi Espada
Publicado en El Pais, el 8 de agosto de 2001

 

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