The revenant: «Arte al peso»
Con la resaca de los premios Oscar todavía reciente, y dejando a un lado lo injusto que supone premiar algo tan subjetivo como el cine, podemos decir un par de cosas. Una: ha sido un año flojo en lo que a películas «premiables» se refiere, y dos: tras los años cincuenta y sesenta, y con Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro Gonzalez Iñarritu como principales baluartes, vivimos una etapa de absoluto esplendor del cine Mexicano. Lejos queda el impresionante debut de Alejandro González Iñárritu, «Amores perros», rodada en esos años en que todos los directores noveles querían ser como Tarantino, el memorable debut era un ejercicio de estilo desgarrador, un cúmulo de historias crudas contadas desde las entrañas, con la urgencia del principiante que se quiere comer el mundo.
Sus últimas películas, sin embargo, están hechas con otras partes del cuerpo, digamos, más indecorosas.
Es lo extraño del arte, que lo que funciona en una película no tiene que funcionar en otra.
Si el plano secuencia funcionaba como un reloj en Birdman siguiendo frebilmente al protagonista entre las bambalinas del teatro y reposaba en espacios más abiertos, en The revenant, el plano secuencia sólo funciona en las escenas de más acción y caos, como por ejemplo en los minutos iniciales. Iñarritu sabe meterte como nadie dentro de la acción cuando hay dinamismo. Pero cuando la película necesita reposo, la formula de plano secuencia y los grandes angulares cansan, agotan por amontonamiento. De hecho los pocos planos fijos y panorámicas de la película son bellísimos y nos meten de lleno en la magnitud de la odisea de Hugh Grass.
No obstante, The revenant, es una película imprescindible, necesaria, de obligatorio visionado. Con varias escenas memorables, un realismo perturbador y el compromiso de todos los implicados bien merece el Oscar. Aunque sea por el rodaje absolutamente infernal del filme. Entre otras cosas, el rodaje tuvo que trasladarse a mitad de grabación de Canadá a Argentina a causa de la falta de nieve. Se trabajó a temperaturas de veinte bajo cero, siempre con luz natural, lo que limitaba el rodaje a unas pocas horas de luz. Los mocos y babas de los actores son de verdad. La comida cruda que come Di caprio en la película es también real. Y el mal rollo que hubo a lo largo del rodaje, con despidos y abandonos incluidos, también.
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