De valores, de diccionarios y de personas amadas dignas de recordar

A mi abuelo Manuel Aguilar Lecha

Ésta podría ser la foto de un diccionario un poco viejo cualquiera. Pero no lo es. Este diccionario era de mi abuelo y, ahora, lo guardo yo como un tesoro que me trae su recuerdo, sus valores y lo que me enseñó.

Mi abuelo era carpintero y, si cierro los ojos, me parece verlo sentado en su esquinita de la carpintería, en uno de los bancos de carpintero lleno de lápices, clavos, berbiquíes, lijas, escuadras… . Está en una silla pequeña, al lado de un ventanuco por el que salía el tubo de la chimenea de leña, de esas redondas y con una tapita que podías abrir con un alambre. Cuántas almendras de su campo no me habrá chafado con el martillo y puesto a asar en esa estufa… Puedo sentir el olor a madera, a leña quemada, a serrín. Y escuchar el crepitar de los maderos ardiendo y también el arrullo de las tórtolas que anidaban en las jaulas que él mismo había construido.

12487095_1031893153546804_3490744312659249412_oLleva puesta su boina, y está concentrado leyendo. No es una novela, ni un periódico, es su diccionario.
Mi abuelo estuvo en la guerra junto al bando republicano, sargento en un batallón de ametralladoras, y siempre me habló con orgullo de no haber disparado ni una sola vez en la guerra y, en todo caso, de haber evitado que otros sí lo hicieran. Él tenía y mantuvo sus ideologías a lo largo de toda su vida, pero nunca defendió la guerra civil, en la que veía pocos motivos reales para utilizar un arma y muchas rencillas personales mal resueltas que pretendían ser zanjadas a golpe de fuego con la excusa de estar luchando por los “grandes ideales”. Y esto, por supuesto, tanto de un lado como del otro. Nunca hizo distinciones en eso. Para mi abuelo las personas nunca se dividieron. Las personas eran todas personas y lo único que las diferenciaba eran sus acciones y su buena o mala fe.

Una vez se declaró el fin de la guerra, tocaba regresar a casa. Mi abuelo estaba en Valencia y fue allí, en la estación de tren, donde tuvo el gesto que, para mi, lo definiría para siempre. Cambió su fusil a otro paisano que había en la estación por este dicconario que aparece aquí y que yo guardo.

Y eso hacía en sus ratos libres, en su rincón de carpintero: leerlo. Yo creo que abría por cualquier página y simplemente leía lo que tocara. Siempre lo tenía guardado en esa bancada, al lado del ventanuco.

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Él, sin hablar, me enseñó con esa historia y con su imagen leyendo, el valor de muchas cosas. El valor de la vida, de la vida de todos. El valor de las ideas y el valor de defenderlas sin violencia y tolerando siempre también aquellas que él mismo no compartía. El valor de respetar a los demás, de no ofender, de no recurrir a los insultos. Me enseñó que no es necesario pisar a nadie para defender lo tuyo. A no guardar rencor y a la importancia de poder dormir con la conciencia tranquila por las noches. De modo que, para mi, este sencillo y anticuado libro representa muchas cosas. Y muchas de ellas las encuentro en falta ahora, en el presente, en este mundo de redes sociales donde leo y leo y leo, y al final todo son divisiones, descalificaciones, el “y tú mas”. Veo como casi nadie entona el mea culpa por cualquier error (y que hable el que esté libre de haber cometido errores a conciencia o sin ella); veo que lo que prima es los unos contra los otros. ¿Acaso está alguien en posesión de la verdad absoluta?. Parece que solo escuchemos o leamos a los otros para defendernos y atacar, en vez de sencillamente escuchar o leer, tratar de entender la postura del otro y luego ya decidir qué opinas con libertad, pero nunca creyéndote superior o creyendo a pie juntillas que tú, y solo tú, estás en lo cierto; veo debates en los que parece que no importa tanto lo que se discute sino el cómo se hace, quién tiene la frase más aguda, o más hiriente, o que ridiculice más al “contrario”. Lo siento, pero no me gusta. Quizás esté equivocada, pero yo echo en falta VALORES. Valores como el respeto, la tolerancia, la empatía, la humildad, la responsabilidad sobre los propios actos.

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Seguramente sea una ilusa. Me da igual. Yo me quedo con la figura reclinada en la penumbra de mi abuelo leyendo en su carpintería y con todo lo que esa imagen significa para mi.

Te quiero abuelo.

Eva Lázaro Aguilar

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