Luang Prabang, el secreto mejor guardado del Mekong.

En primer lugar, debo reconocer que durante mis primeras horas en Luang Prabang, Laos, provincia homónima, me sentí profundamente defraudado. Apenas recorridos unas cuantas calles por el Tuk Tuk que nos llevaban a unos cuantos viajeros y a mi de la estacion de autobuses al centro de la ciudad, empecé a cavilar: cómo podía ser que una ciudad tan limitada y austera despertara tantos laudos y parabienes entre los viajeros más versados en el sudeste asiático? ¿Dónde estaba una de las ciudades más encantadoras de Asia? ¿Era ese, realmente, el tesoro mejor guardado de la ruta del dragón?.

Si de estas primeras impresiones hubiera dependido, habría cogido el primer autobús a Vang Vieng y hubiera salido pitando. Pero el viaje había sido duro -catorce horas en «»sleeping bus»», paradas en medio de la nada- y el cuerpo me pedía, mas bien suplicaba, descansar.
Tráfico en Luang Prabang

Tráfico en Luang Prabang

Ese mismo día, tras unas cuantas horas de sueño, ahora sí, reparador, comencé a visitar la ciudad como a mi me gusta, es decir, caóticamente, sin orden ni concierto, y lo hice a pie, deteniéndome en cada punto o lugar o hecho cotidiano que llamara mi atención. Primero recorrí, apresuradamente, desacompasado totalmente del ritmo de vida laosiano, Sisavangong road, una calle «»Mayor»» repleta de turistas, pequeñas panaderias y puestos de batidos de lo más extraños, como el batido de galletas oreo. Luego, con más tranquilidad, exploré la ribera del mekong y alli tuve mi primera sorpresa. Resulta que toda la vida Laosiana, que echaba de menos en la ciudad, se encontraba alli, a los pies del rio. Las barcazas, estrechas y alargadas, que aqui se llaman jumbos, como si fueran naves espaciales que surcan su cosmos particular, partian de un lado a otro de la ribera del rio, pero otros, los mas atestados de gente, se perdian al poco de la vista, entre los pardos meandros del rio Mekong. Fue entonces, mirando el trasiego del río al atardecer, cuando dejé de arrepentirme de venir a Luang Prabang.

A dia de hoy, que escribo esto a orillas del Mekong en las hojas vírgenes y los amplios márgenes de una novelita de Haruki Murakami, y bajo los efectos de un par de «»Laobeer», puedo decir sin fisura alguna que cinco días, con sus más y sus menos, han sido más que suficientes para convertirme en incondicional absoluto de este maravilloso y minúsculo lugar en el mundo.Ya he perdido la cuenta de los jumbos que he despedido en el muelle de Khem Khong, de las tardes que he desperdiciado hablando de las cosas mas absurdas con personas de todos los confines del mundo, de las bromas devueltas por los Laosianos, no sé si por sincera diversión o por falta del dominio del inglés, siempre con una amplia sonrisa.

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Me ha costado, pero al final he conseguido, o eso al menos creo yo, descifrar los códigos ocultos de la ciudad. Luang Prabang, por mucho que digan los folletos turísticos, no reside en sus procesiones matinales de monjes budistas, ni en sus innumerables templos, ni en su urbanismo  de tradición francesa, ni siquiera en sus mansiones coloniales de blancas paredes maltratadas por la humedad. Luang Prabang habita en la  extrema tranquilidad y plácido proceder de sus gentes, en la brisa nocturna venida del rio, en los  poblados vecinos ajenos al turismo masivo, en su compleja y a su vez asombrosamente sencilla cotidianeidad, en las mismas montañas verdes y brumosas, que competentes y recelosas la protegen y separan, con permiso del Mekong, de esta  otra parte del mundo conocido.
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Alejandro Giménez Robres
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