Fayón era ayer y es desde el pasado lunes, vivísimo problema humano. Simplemente esto. Un punto y aparte trágico en el transcurrir de la vida de unas familias, que pasará inadvertido y posiblemente será tenue recuerdo para muchas mentalidades ajenas a estas horas de inquietud.
Diríamos que ante la impresionante realidad comprobada con ánimo sereno y firme voluntad de no alimentar recelos, ni posiciones extremas, no importa demasiado en estos momentos saber quién o qué puede cargar con la culpa de todo el dramatismo de una situación que no debe considerarse normal, ni edificante, no interesan aquí tanto las circunstancias motivadoras como los hechos que desbordan con amplitud la cuestión y nos sitúan ante un suceso en el que el desconsuelo humano, de los hombres, de las personas, está por encima de todo. Es un problema que está ahí, latente, vivido y comprobado, por más que se nos quiera convencer de lo contrario con fríos anuncios concebidos con datos técnicos, estadísticas y soluciones surgidas sobre las mesas de los despachos.
Hemos vivido durante unas horas de niebla, barro, angustias y protestas, los últimos tiempos del viejo pueblo de Fayón. La hora cero del que acaba y la hora cero para el que empieza.
El pueblo, viejo cuanto se quiera, si bien pintoresco y de perfiles entrañables para cada uno de sus habitantes, presenta el espacio de la desolación, la tristeza y el abandono. Envuelto en la niebla, los ocres de paredes y tejados reflejan sombras en las aguas que, centímetro a centímetro, van tragando su historia física; su aspecto es el de un ser vivo que tras lucha desigual por no sucumbir, agostadas sus posibilidades, se abandona al destino con los ojos abiertos, casi desorbitados y la boca abierta por el último aliento, como esas oquedades negras –vacías- de las puertas, balcones y ventanas del pueblo.
Calles pinas, embarradas hasta lo indecible, caminar de hombres y mujeres. Afanados unos en la tarea de acarrear enseres. Otros, con huellas en el rostro por horas y horas de permanente vela, no pueden disimular una mezcla de rabia contenida, desilusión, cansancio…
(…)
Sea cual fuera la decisión de llenar con esta prisa el pantano, no justifica tantas cosas. No puede engañarnos la voz de muchas personas con el mismo lamento; con la misma opinión recogida directamente en el triste recorrido por las calles de Fayón donde el agua todavía no alcanzaba su presa. En su ínterir todos habían aceptado la idea de abandonar casas y lugares queridos. Lo que nunca habían previsto –de ahí el susto, desesperación y protestas- era la forma como ha sucedido y los graves perjuicios para cada una de las familias que todavía no tienen la casa terminada en el nuevo pueblo.
Brigadas de obreros de la ENHER traídas de Ribarroja y otros lugares cercanos trabajaban desde el pasado lunes; se mueven con laboriosidad de hormigas por las calles viejas y naturalmente olvidadas en su adecentamiento, en el trasiego de muebles y útiles domésticos cargados en transportes rodados de todas las clases. El color amarillo de los cascos protectores es la única pincelada de color que ilumina la tristeza del paisaje. Realizan su tarea con empeño, sin apenas descansar. Había mucho que salvar, aunque también sea mucho lo perdido.
Sobre el barro y bajo la humedad de una niebla pertinaz, montones de los más diversos muebles y utillaje doméstico esperan el momento del transporte. Los propietarios, nerviosos. El agua sube y las casas se derrumban a intervalos con el consiguiente estrépito. Otras señalan los primeros síntomas ruinosos, minados los cimientos por el embalse. Allí están los años y años de esfuerzo, de recuerdos queridos. Otros quedaron ya irremediablemente entre las turbias aguas. Es fácil decirlo e incluso se puede ser desagradablemente espectacular verlo, pero hay que pensar en la desazón y disgusto de cada propietario. ¿Qué palabra, qué gesto, qué consuelo puedo ofrecérsele?
Muchos animales encontraron y encontrarán en horas sucesivas a la muerte por asfixia o por hambre. Gallinas y otras aves de corral; puercos preparados para su sacrificio, verán anticipado un inesperado y trágico San Martín.
En ventanas, balcones y pequeñas terrazas, incluso en las puertas de muchas viviendas, quedaron olvidadas al fatal designio, macetas con geranios, claves, pasionarias… Una colada reciente, blanca y ondeante en el carasol de una pequeña terraza abandonada, da un punto de nostálgica despedida al pueblo que marcha con lentitud al fondo del pantano.
“¡HACERNOS ESTO SIN TENER DONDE METERNOS…!»
(Extracto de las crónicas in situ de los periodistas Alfonso Zapater y José María Doñate para Heraldo de Aragón)


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