De aromas y otras sensaciones (Caspe, años 50)

Al salir del colegio, en el coso, nos dirigíamos a la “Placeta de los Hoteles”. Al volver la esquina, donde siempre estaba sentado Mariané, un olor a masa dulce nos embriagaba. Por un momento asomábamos la cabeza por el gran portalón del horno y veíamos a las amasadoras, mujeres que de pie, frente a grandes masas, hacían mantecados.

–          ¿Quieres uno, chiqué?

No nos atrevíamos a responder, tímidos nos alejábamos corriendo como si nos recriminasen nuestra curiosidad. Porque nuestro destino al salir del colegio no era el horno sino la puerta de al lado. Un patio húmedo y sin decoración, encalada en un tono azul lleno de manchas, iluminado por una pobre bombilla que colgaba del techo y en el que extendidos en un banco de piedra del mismo suelo o sobre simples cajones que servían de mesas se mostraba a nuestra curiosidad montoncitos de tebeos junto a cajas de cartón llenas de cromos.

                -Estos son usados, más baratos

                – Estos nuevos, a su precio

Su precio rondaría la peseta, poco más o menos. Y quien nos decía aquello era un hombre que nos parecía horrible, con un gran bigote negro y un extraño acento. Pero lo que más nos asustaba de él era su mano, una mano a la que no podíamos evitar mirar cuando contaba los cromos.

–          Uno, dos, tres, cuatro…

Aquella mano nos daba un asco terrible, le faltaba el dedo gordo y en su lugar tenía un muñón de goma negra sujeto con una cinta a la palma de la mano.

–          Cinco, seis, toma chaval

Son dos reales.

1969

Y pagábamos con prontitud para dejar de ver aquel muñón o prótesis de postguerra. No tenía muy buen aspecto aquel hombre para la mirada de unos niños acostumbrados a la áspera seriedad de unas monjas que sin embargo siempre tenían una leve caricia agazapada entre las tocas y sayas de sus hábitos.

Aquel hombre era como el ogro de los cuentos que tanto nos inquietaban, y pese a ser el “campanillas” de aquellos años, le teníamos miedo. De su destartalado patio nos trasladábamos a otro no menos pintoresco, para comprar “sidral”. El “sidral” era compra diaria. Sin su efervescencia se nos hacían más largas las horas. Sacábamos la lengua y con la punta como si fuéramos camaleones cogíamos algo de ese polvo amarillo que nos vendían en papelinas caseras. A su contacto sentíamos un ligero cosquilleo que, a veces, si nos entraba por la nariz nos hacía estornudar.

En esa tienda de ultramarinos con aspecto de túnel, un  hombre con bata gris, bajito, regordete y de cara simpática nos vendía también golosinas.

Nosotros le llamábamos “el barato”. De vez en cuando le comprábamos un “cine”. Me explicaré. Un “cine” era una ampolla llena de agua a través de la cual se podían contemplar fotogramas de películas que vendían también en sobrecitos ¡La de películas que se debieron trocear para saciar nuestro interés por el séptimo arte! La ampolla de vidrio llena de agua hacia de lupa y el fotograma se veía ampliado. Aquello no era el “Cine Nick” pero sabíamos que aquellos trocitos de celuloide procedían de las películas de verdad, de aquellas que veíamos en el Cine Goya los domingos, en la sesión infantil, a las tres de la tarde. Luego nos acercábamos a la plaza Mayor a comprar una turma o una cebolleta en vinagre en la mesa de “las galdruferas”. Eran estas tres mujeres, creo que la madre y dos hijas que siempre estaban juntas.

Para nosotros formaban un todo unido a la pequeña mesa de madera y los tres grandes frascos de cristal que contenían las turmas, los pepinillos y las cebolletas, únicas mercancías además de los chicles, las peladillas, los chupadores y las “hostietas” blancas y “de sandía” que ofrecían estas tres mujeres, que eran para nosotros como una sola con tres cabezas.

En la plaza, en “La Casa Barberán” nos llamaba la atención una tienda con puertas de madera desplegadas de la que colgaban madejas de cuerda, esteras y rollos de soga. Sólo con pasar frente a ella se experimentaba una sensación especial para nuestro olfato. El aroma procedente de las cuerdas, esteras, sogas y cordeles penetraba en nuestras narices y parecía juguetear con ellas. Una vez entré con mi padre a comprar tabaco (pues también era un estanco) y experimenté una de las experiencias olfativas que más recuerdo han dejado en mi infancia. Algo indescriptible pero que todavía siento en el recuerdo. Mezcla olorosa del cáñamo, la pita y el esparto.

1889

Aquellos años cincuenta estaban plenos del olor de la cera y el incienso. Las iglesias con sus misas, bautizos, bodas, comuniones, entierros y procesiones impregnaban de olor el resto de los días. De vez en cuando y en este ámbito eclesial se apercibía el olor de los pétalos de rosa, los claveles reventones o los crisantemos de los difuntos.  Y amalgamando a todos los aromas de la iglesia el humo de las velas, el humo de los hachones, el humo de las brasas del incensario.

1487

Pero la más sensual, dulce y embriagadora sensación olfativa que recuerdo de mi infancia era la mezcla de olores que se producía en una tienda justo enfrente a la casa que nací. Frente a mi casa, digo, había un estanco y en él un estanquero con guardapolvos gris y gorra del mismo color y llenando aquella tienda oscura, rodeada de estantes de madera repletos de cajetillas, el olor dulzón de los tabacos, los cigarrillos, la picadura, las hebras del preparado para colmar las pipas. Estos aromas, junto con el de otra mercancía que se vendía en el estanco, los hijos prensados, habían impregnado de tal forma el local y sus enseres que entrar allí era recibir un efluvio fragante, sensual, dulce y embriagador. Salías del local transportado a la dimensión del sentido del olfato. Pero no todos los aromas de antaño eran agradables. El paso de un carro era cosa habitual, podía dejar la estela del olor caliente de la boñiga depositada junto a tus pies.

Estos olores de la infancia han desaparecido ya. Ni siquiera “las sardinas de cubo”, los arenques, ni el bacalao que todavía son mercancías habituales de nuestras tiendas expelen un olor tan acre y rotundo como entonces.

Hoy la higiene, la inspección sanitaria y los ambientadores han acabado con aquella intensidad de aroma que como la época en que se percibían han desaparecido convertidos ya en nostalgia, en historia.

Alejo Loren Ros
Caspe, Junio 1995
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