Correo de un turista arrepentido

Un abrazo a todos.  Espero que por una vez, y sin que sirva de precedente, me permitaís ponerme serio en mis crónicas de viaje. Saltándome así el tono jocoso y festivo de anteriores misivas, y poniendo sobre la mesa, para regocijo de aquellos que no acaban de ver con buenos ojos mis ansias de conocer mundo, un poco de autocrítica y un mucho de sinceridad. Reconociendo que he adolecido de  ambas capacidades en los últimos tiempos. Deciros solamente, antes de empezar con la monserga, que en este momento estamos en Hanoi, tomándonos un pequeño descanso de lo que ha sido nuestra anterior experiencia y a la que me voy a referir a continuación, nuestra visita a la región montañosa de Sapa. Perdonen las molestias.
Andaba yo esos días convencido, y a la vez emocionado, de visitar esta zona remota del Vietnam, pues los paisajes de infinitos arrozales prometían unas excursiones únicas e irrepetibles, experiencias de vida, vamos. Y además contábamos con el aliciente de acercarnos un poquito a lo que es la vida de una de las etnias minoritarias del Vietnam, esto es, los Monk. Habíamos leido en nuestra guía de viaje que se trata una de las etnias mas antiguas del Vietnam y un pueblo con una historia apasionante, pues siempre ha ido a contracorriente de toda opción política y ha luchado siempre por su independencia a veces de forma velada y otras veces a pecho descubierto, con todo lo que esto conlleva para un pueblo primitivo cuya única defensa es una resistencia casi sobrehumana y un conocimiento de su propio terreno que lo convierte en inexpunagble. Pero, ¡Ay! mísero de mi, ¡Ay! infelize. Creía que al módico precio de ochenta y cinco dólares americanos podría ver algo de esto, o al menos una huella, un resquicio de tan tamaña historia. No lo vi, os puedo asegurar que no lo vi. Y los culpables no son ellos, no señor, ni su corrompido gobierno, ni siquiera el vendaval de los tiempos y los azares de la historia. La culpa es mía, la culpa es de esos malditos ochenta y cinco dólares americanos y de los incautos como yo que se creen que queda algo de auténtico en este capitalizado planeta.
Nos os voy a narrar aquí la belleza de los paisajes de sus montañas ni los sentimientos que éstas despiertan. No lo haré. No es el momento ni el lugar, (lo sera algún día, cuando el poso del recuerdo convierta estas lineas en una pataleta mas de occidental malcriado).
Para comenzar con la cadena de acontecimientos que me han llevado a ponerme delante del ordenador y a obligarme a escribir estas líneas debo aclararos que cuando llegamos a la estación de Hanoi para coger el tren que nos había de llevar a Sapa nos dimos enseguida cuenta que no había un tren, había tres trenes de diez vagones en un lapso de menos de una hora. Este pequeño y gigante detalle ya nos dio que pensar. Mayor fue nuestra sorpresa cuando vimos pocas horas después que el pequeño pueblo de Sapa no tenia nada de pequeño ni de pueblo, mas bien era una urbe inmensa incrustada en las montañas, como un planeta dentro de otro planeta, como un jodido estercolero de edificios y carteles chillones arrojados dentro del jardín del edén. En esos momentos me temí lo peor, y lo que yo creía que iba a ser una pequeña incursión dentro de un territorio respetado por el hombre, se iba a convertir en una usurpación, en una invasión legalizada y patrocinada, en una guerra abierta contra la vida de esta gente, ellos, que solo sabían y conocían estar en sus montañas verdes y brumosas, plantar arroz y  maíz y en definitiva vivir en paz con sus familias y sus tradiciones. Y nosotros, que nos creemos mejores personas por ir hasta allí y cagarnos (perdonad la expresión, pero es que no encuentro palabra que se ajuste más a la verdad) en sus tradiciones y a cambio darles lo peor de nuestra cultura: el dinero, el vil metal, la avaricia y ese quitate tú pa ponerme yo tan español como universal.
Sucedía que los poblados no eran poblados, eran parques de atracciones para una raza de turista, entre la cual debo tristemente incluirme, muy dada últimamente. El turista Canon de quinientos euros en mano, ropa de decathlon o similares y guia lonely planet como libro sagrado que se acercan a los niños que juegan despreocupadamente (tan acostumbrados están a los turistas que ni los miran) y les disparan fotos como si de pequeñas fieras de un zoo se tratasen. Esto ya me removió más de un sentimiento de rechazo, pero decidí hacerme a un lado y callar. La excursión terminó con un mar de mujeres vestidas de acuerdo al traje tradicional, pero con zapatillas de Nike, alrededor mio implorando para que les compráramos algo. Así lo hicimos, aunque el precio fue el doble de lo que más tarde, ya en el mercado de la City Of Sapa, pudimos comprobar.
Al día siguiente la caminata entre sendas y bosques de bambúes duro prácticamente toda la mañana. Cerca del mediodía, avanzando hacía el primer poblado del día, entre la espesa niebla, aparece ante nosotros una inmensa carretera que se ha cargado media montaña, y a ambos lados descansan dos buldozzer. Vale, de acuerdo, aceptamos bulldozer como fauna montesa. Llegamos al pueblo y nos llevan a ver una choza que nos aseguran es la casa de uno de los artesanos. Asomamos a un agujero frío y húmedo, unas mantas tiradas en el suelo y una pobreza que se puede masticar, sin embargo en su anexo que sirve de tienda hay televisón, DVD e hilo musical. Decididamente pienso que no entiendo nada, o es la nada la que no me entiende ni se entiende a si misma y hago como que miro a un punto lejano, a esas montañas que me han traído hasta aquí pero que ya no sé si son un atrezzo o huelen de verdad a albahaca y miel.
En la aldea hay un hombre ancianísimo que camina dubitativo entre las hordas de turistas, lleva una botella de Jhonny Walker en su mano. De pronto se detiene en medio del camino, me mira y se queda pensativo unos segundos. Acto seguido extiende su mano y me la ofrece, yo se la doy y le digo «Xin Chao». Él me dice algo con una tono amable y una sonrisa que sobresale prominente de su rostro ajado que bien puede ser un saludo o un insulto, la verdad es que ni lo sé, y ya puestos a desconfiar de las palabras, no lo quiero saber. Me despido del hombre, mi grupo no espera y él se despide de mi con la mano. Cruzamos un puente colgante y llegamos a la escuela de la villa. Nos llena de regocijo comprobar desde la distancia que es la hora de clase de gimnasia y que los niños de cinco a siete años bailan con globos de colores y que lo hacen sorprendentemente bien, con una sincronización y coreografía digna de bailarines profesionales. Nuestra guía nos dice que es el show folclórico. Unas chicas de Navarra y yo la interrogamos sobre el asunto y nos cuenta orgullosa que van dos horas a la escuela y que el resto del día hacen este show para los turistas, hasta las cinco de la tarde, que aquí es la hora del crepúsculo. Un señor americano o francés o que sé yo salta espontáneamente a la pista de baile y comienza a imitar los pasos de los niños, sube la música, danzas orientales mezcladas con ritmos techno (os juro que es verdad), los turistas se arremolinan en torno a los niños y comienzan a dar palmas con una falta de ritmo evidente, al tiempo que salen desbocados los flashes de las Canon. Yo, que de mi mismo y de mi estupidez y hasta de mi facilidad de tragaderas tengo cierto límite, salgo del colegio y me siento afuera, encima de una piedra, de espaldas a todo este jolgorio, observando a los patos y a los gorrinos campar a sus anchas, los verdaderos amos del lugar.
Enfrente mio unos niños de diez años juegan con sus peonzas. Guardo mi cámara en mi bolsillo y me quedo mirándolos sin decir nada. Ellos, sin duda que ajenos a mis nefastas tribulaciones, pasean entre juegos y siguen a lo suyo. Uno tira una peonza con fuerza al suelo y esta gira, y gira, y salta sobre una piedra, y de repente el otro crío, descalzo y con las mejillas rojas del frío, salta en el aire y arroja su peonza con violencia a la peonza de su compañero. Los artilugios chocan, saltan, vuelan por los aires y continúan girando a una velocidad exorbitante sobre el pedregal. Vosotros, pienso, vosotros, fabulosos tramoyistas de microplanetas orbitantes, sois mi autentico show de folclore. Y yo soy vuestro demonio, vuestra serpiente enroscada, vuestra botella de Jhonny Walker  vacía. Dentro de poco querréis un I phone y conexión a internet y mandareis a la mierda la plantación de arroz de vuestro padre y saldreis cada día a patearos la ciudad con la esperanza de colocar las suficientes pulseras o camisetas a los desconsiderados turistas a cambio de unos pocos dólares americanos. Y la culpa es mía, la culpa es mía por no imaginarme lo evidente y engañarme a mi mismo con todo ese rollo del indigenismo y la fusión de culturas. Me he defraudado a mi mismo y os he defraudado a vosotros. Todo porque no supe darme cuenta de que la mejor manera de respetaros era dejaros en paz.
Alejandro Giménez Robres
Posted in Caspe 2012, Crónicas de viaje

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