La resaca de Vang Vieng

Llegué a Van Vieng a principios de diciembre del año pasado, en plena temporada seca, casi al anochecer, tras un trayecto que dado el estándar Laosiano de baches e imprevistos resultó bastante placentero. La pequeña furgoneta de fabricación china tardó poco más de cinco horas en completar el serpenteante camino entre montañas y poblados que une Luang Prabang y Vang Vieng, tan sólo una hora de retraso con respecto al horario marcado, todo un logro por estos lares, acostumbrados como están los conductores a interrumpir su ruta por cualquier motivo o situación (dejar pasar una gallina, cargar unos sacos de tabaco para el próximo pueblo, charlar con su primo tercero -el gasolinero- un rato, ir al baño, descargar los  dichosos sacos de tabaco, hacer un pequeño descanso para meterse un plato de fideos picantes entre pecho y espalda, volver a ir al baño, recoger al hijo de su primo tercero el gasolinero junto con su moto averiada y, finalmente, pero no menos importante, dejarte en tu destino y de paso  elevar tu paciencia a niveles cercanos a la santidad).
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Si bien en la primera parte de mi crónica de Vang Vieng les había descrito una ciudad próspera, repleta de «phannags» y bares de «friends», lo que me encontré ese día, a finales de 2013, fue radicalmente distinto, como si un huracán de realidad se hubiera llevado todas esas crónicas lisérgicas que poblaban los mentideros de internet, como si Laos de repente ya no fuera Laos, como si ese extraño viaje en una furgoneta de fabricación china me hubiera transportado por error al lugar más aburrido de Asia. Y no me malinterpreten, lo sabía, me había informado anteriormente sobre la decadencia de Vang Vieng, pero eso no hacía que la estampa que se mostraba  ante mis ojos fuera menos sorprendente.

El pueblo estaba, literalmente, defenestrado. Apenas una decena de personas caminaban por las calles principales, en busca de un sitio para cenar. Los bares y restaurantes permanecían abiertos, aunque ninguno sobrepasaba los dos o tres clientes. Tan poca era la actividad, que los dueños echaban una siestecita en las puertas de sus locales vacíos. Mientras, a unos metros, un estruendo de música «mákina» salía de un «sports bar» en el que los camareros recogían las mesas a desgana, deseosos de acabar su improductiva jornada de una vez y echar el cierrre. Varios perros Laosianos (sí, los perros también son de dónde son) paseaban de un lado a otro de la calle olisqueando el suelo de tierra y ondeando su cola a gran velocidad, como si celebraran la reconquista de un territorio perdido.

Recogí mi mochila y junto a mis compañeros de viaje emprendimos la marcha en busca de alojamiento barato (los viajes son el mejor momento para conocer gente, ya que resulta imposible no entablar una interesante conversación). Entramos en la calle de bares de «friends», en cuyo final encontramos un alojamiento sencillo pero con aire desenfadado. La entrada estaba decorada con un batiburrillo de motivos étnicos y hippies. Las habitaciones eran austeras pero estaban limpias, tenían baño incluido y una pequeña terracita con vistas al río y a un pequeño puente colgante de teca que era utilizado por la gente local.

El hotel estaba regentado por  Mathew, un inglés cincuentón que había vivido en Extremadura en los años noventa y que había echado raíces en Laos después de estar viajando durante años. Nuestra conversación era un poco surrealista y torpe porque él me hablaba en español y yo en inglés. Me contaba que en la época en la que él vivió en España fue muy importante para él, porque tuvo que aprender un idioma, ya que en el pueblo extremeño donde vivía, cerca de Almendralejo -creo-, prácticamente nadie hablaba en inglés. Y me aseguró convencido que Laos era el mejor país para vivir de todo el sudeste asiático. «La gente es muy buena. No hay pobreza extrema ni inseguridad y es muy barato, y si tengo algún problema de Salud, como en Laos los médicos son terribles, y Vientian está relativamente cerca, siempre puedo plantarme en Bang kok en poco tiempo «.

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Al día siguiente alquilé una bicicleta por poco más de dos euros y con la ayuda de un pequeño mapa que me había proporcionado Mathew  exploré los alredededores de Vang Vieng, en busca de pequeñas cuevas que visitar y de un puñado de piscinas naturales que resultaron estar secas en esa época del año. Finalmente me dediqué a subir alguna montaña kárstica, visitar las cuevas más accesibles, algunas de ellas realmente claustrofóbicas, y a recorrer los caminos cercanos a Vang Vieng, que dicho sea de paso son un espectáculo paisajístico y humano único, y puedes contemplar, sin molestar demasiado la vida de la gente del campo, la verdadera vida Laosiana, en donde la naturaleza parece haber domado al hombre y  -por el momento- no al revés.
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No entraré en detalles en cuanto a mi experiencia con el tubbing (más que nada, por no aburrirles). El paseo en rueda de camión es realmente bello y relajante, más si cabe si se realiza casi al atardecer, como fue mi caso, y las discotecas que franqueaban el cauce del río seguían allí, pero, al igual que los restaurantes del pueblo, estaban prácticamente vacías. Había más trabajadores que clientes y en algunos de ellos habían decidido con buen tino bajar el volúmen de la música. Incluso se escuchaba nítidamente el piar de los pájaros. Me sorprendió ver a un grupo de colegiales occidentales de unos trece o catorce años (imagino que australianos) tomándose unos batidos de frutas como si estuvieran en la terraza más tranquila de la costa española, mientras eran estrechamente vigilados por sus monitores.
Algo había pasado en Vang Vieng en tan poco tiempo que era casi incomprensible. ¿Dónde estaba la fiesta loca que hace tan solo un año atraía a miles y miles de jóvenes de todos los lugares del mundo?. Interrogué esa noche a Mathew antes de ir a cenar y me dijo que había habido problemas, «Too much young for too much alcohol». El resto de la historia lo podeís encontrar más detallado en google, resumiendo, unos treinta muertos en tan solo un año. Cuerpos de jovenes aparecidos tras días y días varados en algúna orilla del río. Un gran escándalo nacional y las primeras medidas de la autoridades, la llegada de la policía encubierta y varias retiradas de licencias.
Esa noche cené sólo en el mismo restaurante de la noche anterior. Ya me había hecho a los simpáticos trabajadores del local, tenían unas vistas preciosas del atardecer sobre las aguas del Nam Song y la comida era decente. Casi a medianoche, mientras yo leía tirado en mi hamaca un ejemplar de «Esperándolo a Tito», de Eduardo Sacheri, las luces del local se apagaron y empezó a sonar la Macarena. Ustedes saben. De pronto, como atraídos por cantos de sirena aparecieron el grupo de colegiales Aussies y comenzaron a practicar el ritual y poco rítmico bailecito. Yo, que no sabía si reír o llorar o unirme a tan grácil coreografía, intenté centrarme en «Esperándolo a Tito» y en el Sacheri este, pero me fue imposible cuando de entre las sombras apareció un tipo laosiano torpemente disfrazado como el Batman de las serie de los sesenta, a unirse a la konga medio australiana medio rociera. Y eso, señores, junto a un tipo que abrazaba a los perros laosianos por la calle, fue el único conato de fiesta salvaje que pude vivir en Vanvieng.
Al día siguiente dejé Vang Vieng y emprendí camino hacía Vientian. La mañana era fresca. Una pequeña neblina sobrevolaba las aguas del Nam Song. Mathew había madrugado y tomaba una taza de café de pie, mientras observaba pensativo el puente de teca que estaba frente a su hotel. Tomé el desayuno mientras conversábamos sobre mi siguiente destino y me habló mas pormenorizadamente de sus viajes. Me despedí de él con el mismo buen rollo y embrollo idiomático que habíamos tenido esos días y nos deseamos buena suerte. Fue en ese instante en el que me percaté que en la puerta del hotel colgaba un cartel de «Se Vende». No sé si siempre estuvo allí o justo lo acababa de colocar.
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Puede que el último año haya supuesto una inmensa catrástrofe económica y humana para Vang Vieng y que el pueblo tal y como lo conocíamos tenga los días contados dentro del panorama turístico laosiano. Pero eso no convierte a Vang Vieng en un lugar sin atractivo alguno. Ahora, redimensionada y respetuosa consigo misma, puede que la villa de Vang Vieng logre un lugar de oro en la retina de los pocos viajeros que desde este momento lo visiten. Y vuelva a ser la auténtica joya del Asia rural que nunca debió dejar de ser.
Alejandro Giménez Robres
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