Hallazgo brutal: ¡los caspolinos venimos del sapo!

Habíamos leído de todo: desde la mítica teoría que señala como hecho fundacional de Caspe la expedición de Túbal, ya saben, «hijo de Jafet y nieto de Noé», remontando las aguas del Ebro hasta Logroño» (hay que tenerlos cuadraos), hasta los sesudos análisis de Manuel Pellicer sobre el origen pre-romano de Caspe, pasando por las aportaciones científicas del recordado Antonio Beltrán; sin descuidar, la duda ofende, al entrañable y socorrido Valimaña. Habíamos incluso aceptado, en tanto que humanos, las teorías evolutivas que juran y perjuran que procedemos del mono (evidente, en algunos casos; discutible, en otros), sin menoscabo del darwinismo o del positivismo lógico. Pero, a pesar de todo, queríamos más. Nos faltaba una prueba empírica que demostrara que Caspe y los caspolinos somos «cosa aparte». No se entiende de otro modo que llevemos, por ejemplo, un cuarto de siglo para abrir una residencia de Ancianos. O que alguien piense -no sabemos sin con coña o con coñac- que la mejor manera de salvar un mausoleo romano de 2 mil años de antigüedad es plantarlo en la rotonda más transitada del pueblo, la que sufre más tráfico rodado y, por tanto, alberga mayores riesgos de accidentes, contaminación, etc. Somos especiales. ¿Cómo, si no es por eso, volvemos a levantar calles que presuntamente se arreglaron hace 6 u 8 años? ¿o cómo es posible que tengamos mogollón de museos y espacios expositivos (Museo de la Pesca, Centro de la Autonomía, Torre de  Salamanca) y estén bien cerrados para que nadie los pueda disfrutar?. Sólo dos monumentos caspolinos se resisten a esta antiquísima tendencia local de «las cosas cerradas no cogen polvo»: el Castillo y la Colegiata. Todo por un puñado de díscolos voluntarios, unos transformer que, sin duda, desafían la genética conformista y pachorruda caspolina. Con los bien que se está en el bar. Huevones, huevones, huevones…

El tio Tubal, en el Pallaruelo, con los zagales

Pero venga, vamos al turrón (nunca mejor dicho). Después de años de investigación, de crisis existenciales, de transitar callejones sin salida y de topar con la burocracia en su más infame condición, hemos tenido acceso a un revelador documento que descubre de una vez y para siempre el origen de todos y de todas las formas vivas de Caspe y parte de Chiprana. El pergamino, custodiado en la Catedral de Pinyeres, a escasos 40 kilómetros de nuestra ciudad, se titula Caspolinus batracius est, que viene a significar «el caspolino es un sapo». O algo así.

rollos fito

Un nuevo reto para el gran censor caspolino

De entrada, nos ha descolocado. Nuestras abuelas nos habían hablado de que en Maella suele decirse, con mofa, aquello de «caspolinos, garras de pollino»; pero en lo que atañe a sapos, ranas y otros seres de charca, nada de nada. Tras la sesuda y meritoria investigación de nuestro equipo de profesionales, se ha podido descifrar dicho incunable, larguísimo y fecundo en detalles. Transcribimos a continuación uno de sus momentos culminantes: «en aquellos días, caminábamos al drecho sin orden ni criterio, alcorzando por bancales y cabezos varios, cuando llegamos a un lugar muy rico en agua. Los niños, que tenían más hambre que un perro pequeño y más sed que una burra comiendo chorizos, se arrojaban a los clotes como si no hubiera tomorrow» (no entendemos qué pinta aquí el anglosajonismo, pero nos limitamos a copiar textualmente el manuscrito). Líneas después, tras explicar con exactitud meridiana y mogollón de giros lingüísticos el número de clotes, su tamaño y las especies que en ellas chapotean, el texto reproduce textualmente el diálogo de dos de los cabecillas de la exposición, en estos términos:

– Casi podíamos quedarnos aquí, có.

– Ya te digo, có. Mira a los zagales qué bien se lo pasan retozándose en el barro. Parecen ranas.

– ¿Pero los que retozan en el barro no son los cerdos?

– Qué me se yo, maño. 

– Pues si tú no lo sabes, que eres el culturetas del grupo…

– Cuálo me has llamao?

El texto se pierde aquí en una serie de improperios que, por deferencia al sufrido lector, no reproduciremos; pero que se pueden resumir en tres palabras: «y tú más». El caso es que nuestros tatarabuelos, después de reñir y apedregase a gusto, decidieron que ese sitio era, al fin, un lugar ideal para vivir y trabajar. Y a ello se pusieron, sin pausa pero sin prisa, no sin antes realizar a modo de ofrenda a los dioses una inmensa escultura de una rana.

rana 1 rana 2

Se puede ver todavía hoy, a escasos kilómetros de Caspe. En cuanto a los cerdos, nada más se supo. Pero un críptico mensaje escrito en una esquinita del pergamino parece profetizar el devenir histórico de nuestro pueblo: «Cuando manden los míos…», reza el documento. Si aún así no se lo creen, vayan de vez en cuando a algún pleno municipal, paseen por las orillas del pantano o sumérjanse en los maizales de la websfera caspolina. Huele mucho.

Torquemada

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