Memorias de un caspolino cualquiera

Cuando Alfredo me propuso escribir en esta nueva sección me gustaron especialmente dos cosas: las palabras “memorias” y  “cualquiera”.

Soy un caspolino cualquiera, como el resto de caspolinos, independientemente de los retos alcanzados en nuestra trayectoria vital. Estos no corresponden a nuestra condición de caspolinos. Caspolinos somos todos los que nacimos, vivimos o amamos a Caspe y eso nos iguala. Somos caspolinos de Caspe, de Zaragoza, de Barcelona o de Pakistán. Caspolinos de todos los colores que seguramente nuestra memoria confluya en un punto común de amor a la tierra del Compromiso.

La palabra “memoria” es imprescindible en todo lo expuesto anteriormente. La memoria, por muy dolorosa que sea, hay que mantenerla viva, sin rencores, para ser capaces de entender quiénes somos y de dónde venimos.

Vivimos en una sociedad anestesiada que continuamente nos invita a la desmemoria, al olvido. Y con el olvido llega la nada, la pérdida de identidad, los olores, los colores o el brinco de nuestro corazón con el primer beso de nuestra infancia.

La memoria es un almacén de los sentidos. Recuerdo cuando de niño regresaba a Caspe su olor al descender del tren, la gama de olores y colores conforme ascendíamos por los jardines, por la calle del Rosario o la calle Baja. En la calle del Rosario había una barbería, que es dónde mi abuelo Valentín –incluso antes de llegar a casa- me llevaba para que le dieran buena cuenta a mi melena y enfrente, no sé si más arriba o más abajo, se encontraba una taberna en la que entrábamos para dulcificar con una Fanta el disgusto de la trasquilada. Esa taberna olía a patatas asadas. Las hacían muy ricas y en alguna ocasión acompañaban mi limonada mientras Valentín apuraba un chato de vino.

Escenas de Caspe, años 70  (Autor: Alejo Lorén)

Escenas de Caspe, años 70 (Autor: Alejo Lorén)

La Plaza desbordaba ya, siendo tan niño, recuerdos y verla siempre tan concurrida con chicos y chicas jugando y gritando, abuelos sentados en sus bancos fumando Ideales o Celtas  con sus cosas del pasado y plena de veladores donde apuraban sus cafés con nata o sus copas las jóvenes parejas, aceleraba mi corazón.

Pero especialmente inolvidable y anclado a mis recuerdos permanece el olor de la panadería de la calle Mayor, que tenía salida a la calle Vieja. Olor a leña, a pan recién hecho, a magdalenas, mantecados, brevas… En Caspe he comido las mejores brevas del mundo.

Prácticamente al lado, una salón de recreativos, con los ruidos de sus futbolines y las máquinas de petaco,  los cigarrillos sueltos y el olor, como en la tienda de Julio “el barbero”, de las vinagretas, las cebolletas, pepinillos e inigualables turmas…

El trayecto finalizaba en el número 23 de la calle Vieja, en el callejón del antiguo Ayuntamiento donde la memoria aquí se va a las voces, los besos y achuchones de la tía María, Margarita, Mercedes “la platera”, Lucía, Carmen… Y el olor dulce a todas esas flores y macetas que mi abuelo se encargaba de cuidar y regar y que hacían, en aquellos años de ese cantón, uno de los rincones más bellos de Caspe.

2008-12-14 21.10.05

Carlos Juan Borroy

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