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Los vagones tenían un aspecto impoluto aunque un poco antiguo en su mobiliario. El servicio era más que esmerado. Había azafatas que te ofrecían comida y bebida a poco más de dos soles. Yo me compré una coca- cola y unas galletas saladas y mis compañeras unos botellines de Aguas San Luis. Una vez Comprobados los billetes por los afanados revisores el tren comenzó a temblar y poco a poco, como arrastrados por una lenta y pesada marea, abandonamos el islote que es todo pueblo americano que se encuentra en medio de la selva.


Las primeras dos horas pasamos el rato hablando de cine y literatura. Tanto aburrimiento teníamos por delante que decidimos coger papel y boli y hacer listas de nuestras películas favoritas, luego de nuestros libros favoritos (“Cien años de soledad” se llevó la palma, aunque yo dije que no me entusiasmaba, a mi el que me volvía loco por esa época era “el árbol de la ciencia”), después de los mejores grupos de música de la historia y luego de grupos de rock de todas las etiquetas imaginables, y llegamos al punto de votar por canciones españolas e internacionales de toda la vida, y yo bromeé con la posibilidad de hacer una lista de las listas que habíamos de elaborar durante las horas muertas. Y de esta manera tan tonta y a la par tan entretenida matábamos el tiempo, mientras el color negro y sin matices de la noche americana se apoderaba de esa parte recóndita de la selva peruana. Y el tren, impasible pero ruidoso como una noche de fiesta o de matanza, avanzaba por esa noche cómo si fuera el lugar en el que había nacido, su auténtico hábitat natural. Y a cada rato dejábamos las listas en paz y nos quedábamos los cuatro mirando a esa oscuridad que venía del ventanal. Y por un momento miré a los pocos viajeros del vagón y estaban todos igualmente calllados, petrificados, hipnotizados, desbordados, mirando por esas ventanas por dónde no había nada que ver pero que nos atraían, que nos llamaban con el alarido inuadible de todas las bestias que pueblan el exterior de la inabarcable noche americana. Pero esto es sólo un recuerdo mio. El hombre convierte con extrema facilidad sus recuerdos personales en colectivos. Al fin y al cabo, todos queremos achacar nuestras percepciones más profundas e insondables a una especie de memoria superior y así librarnos, sin mayor difcultad y esfuerzo, de la responsabilidad de nuestros pensamientos.

Alejandro Giménez Robres

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