Sender y la avisadora

Por lo que recuerdo y por lo que me han contado, en mi infancia el pregonero del pueblo se abstenía de dar a conocer una sola cosa: la muerte de un convecino. En estos casos, la labor de voz pública pertenecía en exclusiva a “la avisadora”, de cuyo curioso menester ya les he informado alguna vez. Era una mujer convenientemente enlutada que recorría las calles manifestando la triste noticia y la hora del sepelio, a la par que solicitaba plegarias y oraciones para el finado. 

Ramón J. Sender, que pasó algunas breves vacaciones de su juventud en la Ciudad del Compromiso, se refiere a este curioso personaje femenino que, en el invierno de 1917, él mismo escuchó por Caspe en pleno pregón de difuntos: «No era la vez primera que yo veía a aquella mujer. Recordaba haberle dado limosna cuando, al transponer el umbral romántico de mi casa, la encontraba recitando preces a San Antonio o murmurando interminables aleluyas a Santa Lucía».Aquella avisadora mostraba en su oficio «una voz cascada y delicada».

También la convertía en singular su aspecto físico, «entre cuyas dobleces se dibujaban dos manos ocrosas y un venerable rostro de madre y bisabuela ». El escritor se inquieta, alguien acaba de fallecer y presta atención al anuncio que vocea la avisadora: «Por el alma que lo era de apreciada del glorioso San Vicente Ferrer, la ya difunta Nazarieta, que proteja al buenseñor hasta llevarla diquiá la Gloria.

Padre nuestro, que estás… Que el alma privilegiada ampare al señor hasta llevarlo diquiá a la Gloria, Padre nuestro…».

La escena quedó bien grabada entre los recuerdos del novelista: «La voz adquiría en las dependencias de mi casa un clamor de difunto. Crujieron los leños… Las campanas doblaban con sones de misterio por el alma de la Nazarieta…».

Los párrafos que anteceden los transcribo de un cuentecillo fantástico que Ramón J. Sender (con el seudónimo Lucas La Salle) publicó el 6 de julio de 1919, cuanto tenía 18 años, en el periódico madrileño ‘Tribuna’.

A ese cuentecillo se referirá muchas décadas después en ‘Crónica de Alba’ (por él le pagaron veinte pesetas «el primer dinero que me daba la literatura»).

Recordaré que para el de Chalamera aprender a vivir es aprender a morir y que «la incongruencia de vivir puede ser comparada sólo con la incongruencia de morir. Las dos juntas son una gran fuente de poesía» (Memorias bisiestas, 1981). El profesor Ressot ya anotó que, a veces, en la obra de Sender «la muerte no es la muerte, la desintegración no es la desintegración: es una reintegración en la materia elemental, más allá de la apariencia de la ‘persona» (’Apología de lo monstruoso’, 2003).

Alberto Serrano Dolader

Publicada en el suplemento dominical del Heraldo de Aragón, del 5 de marzo de 2017

 

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