La Nazarieta y la rezadora

Las ruinas medievales del castillo donde se celebraron las sesiones del Compromiso fueron morada eterna de todos los espíritus de las brujas muertas. Tal como les comenté la semana pasada, nos lo desveló en un cuentecillo de juventud Ramón J. Sender, que pasó en Caspe algunas temporadas vacacionales cuando su padre ejerció, a partir de 1916, el puesto de secretario municipal. Brujas que más que malas fueron en vida mujeres diferentes, heterodoxas dominadoras de las artes de la sanación. El escritor aragonés presintió su presencia en un anochecer de nieblas y dorondones («pueblo ensabanado»), cuando regresaba a casa tras un paseo disfrutado como recurso y fuente de inspiración. 

Ese mismo día –invierno de 1917– había muerto la Nazarieta, por eso aún estaba de cuerpo presente la que «dicen que era la última bruja» de la saga naciente en tiempos del Compromiso. En la iglesia «las campanas doblaban con sones de misterio» por su alma, que suponemos limpia y bienintencionada puesto que era «apreciada del glorioso San Vicente Ferrer», personaje principal del cónclave que en 1412 eligió como rey de los aragoneses a Fernando de Antequera. La Nazarieta «sabía de bizmas para ahuyentar el espíritu del mal y de romances para calmar a los endemoniados», es decir, tenía la gracia de curar y no precisamente por mediación del Maligno, todo lo contrario. Quizá en vida pudo infundir temor y respeto, pero leyendo a Sender concluyo que fue, en esencia, una buena persona.

El de Chalamera se enteró del óbito a través de la «voz cascada y delicada» de otro personaje inspirado con fundamento en el Caspe de la segunda década del XX: una rezadora. Consistía el oficio en pregonar por las calles en alta voz las defunciones, musitando plegarias y animando a la oración. A Sender se le apareció esa tarde la rezadora junto a las ruinas del castillo. Se cruzó con ella y la vio vestida con «un montón de harapos, entre cuyas dobleces se dibujaban dos manos ocrososas y un venerable rostro de madre y bisabuela, de bruja mística, de beata irredenta, con facciones amarillas, de cartón socarrado en las lámparas de la parroquia».

El escritor ya la conocía, la había escuchado en su desfilar peregrino «musitando preces a san Antonio o murmurando interminables aleluyas a santa Lucía». Pero se asustó al toparse con ella en un contexto en el que –según su propia confesión– «de mi alma se iba apoderando una inquietud supersticiosa». Allí, junto a la histórica fortaleza, proyectaban sombras «la mole antiquísima del convento de los Caballeros de San Juan, viejo palacio deshabitado, cuyos subterráneos minaban toda una colina (…) y su portalón medieval, el insigne portalón lleno de filigranas, santos y demonios», visión romántica y literaria que refunde la presencia de los destartalados y escasos restos del cenobio con la portada gótica de la iglesia, el escenario histórico que sirvió de fondo a la «escena prosopopética del Compromiso».

Mientras tanto, apuntaba hacia el cielo «la torre de la parroquia pétrea y refulgente» atalaya que «tal vez pudiera compararse con el alma de algún famoso caballero de la invicta Orden de San Juan».

Alberto Serrano Dolader
Publicado en el suplemento dominical del Heraldo de Aragón, el 1 de julio de 2012

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