Las brujas del Compromiso

Así tituló Ramón J. Sender un cuentecillo fantástico que publicó en 1919, cuanto tenía 18 años, en un diario de Madrid, el periódico conservador ‘Tribuna’. En esas cuartillas que también rezuman cierto aroma romántico, amasó recuerdos reales y piruetas literarias para evocar sus estancias temporales en Caspe, donde su padre trabajó como secretario municipal a partir de 1916. El de Chalamera siempre creyó en la existencia de seres fantásticos:  «Hubo brujas, o al menos  gentes que actuaban como tales, que creían volar, que iban a la cárcel riendo, felices, que se dejaban quemar o ahorcar sin mostrar desagrado alguno», escribirá al final de su vida en ‘Monte Odina’, donde también rememoró la población bajoaragonesa como «una aldea grande, un poco triste y noble por naturaleza», una ciudad que no dudó en calificar como gris, silenciosa y triste y en la que «sucedían cosas poco comunes». Por ejemplo: «Allí se reunieron a principios del siglo XV los delegados de los parlamentos de Cataluña, Aragón y Valencia para darle la corona a Fernando de Antequera. Por entonces no se habían inventado los golpes de estado ni los fascistas. En cambio, los parlamentos de base democrática funcionaban bien».

Don José Sender

En fin, el Sender juvenil creyó vislumbrar el ‘periespíritu’ de las brujas que se refugiaban en las ruinas del castillo sanjuanista caspolino que, utilizando una licencia literaria, difuminó con los restos del vecino convento y hasta con la parroquial en la que en 1412 se proclamó el fallo del que ahora conmemoramos el seiscientos aniversario. Unas brujas casi despojadas de connotaciones malignas, en las que el escritor subrayaba sobre todo su condición de mujeres heterodoxas.

Sender se topó con ellas en el invierno de 1917, cuando regresaba de un paseo por la ribera del Guadalope, a una hora en la que «la noche dominaba ya sobre algunos reflejos pajizos» y las «chimeneas blancas con sus fumarolas negras» salpicaban chispas de fuego. Los restos de la fortificación emergían «entre un cúmulo de algodón», es decir, entre la niebla, porque «en Caspe es usanza que las nubes, esas nubes grises que nos llenan de desesperos líricos, bajen hasta mojar el suelo apenas el reloj marca las cinco horas de la tarde invernal».

Allí, entre torreones y mazmorras, habitaban los espíritus de todas las «brujas que tomaron poder sobrenatural bajo la mano de san Vicente Ferrer, que pudieron vivir siglos y siglos manteniéndose de aquelarres y romances milagrosos», brujas de las que no consta que hiciesen el mal, sino que pasaron sus vidas administrando medicinas y «ahuyentando con bizmas benditas a los demonios», es decir, curando con cataplasmas. Sí, las ruinas del castillo eran el hogar de todas las «que ya se murieron». Brujas que ni Sender ni nadie podía contemplar con los ojos, pero que sí percibían los animales como el burro, «que no tiene malicia de persona». Por eso el jumento que montaba el escritor se espantó al pasar junto a la fortaleza, deteniéndose con «muestras de temor, de sorpresa (…). Infeliz, presa de indescriptible pánico, retrocedía, pataleando, enhiestas las orejas y dilatadas las narices».

Alberto Serrano Dolader

Publicado en el suplemento dominical del Heraldo de Aragón, el 24 de junio de 2012 

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