Turismo a muerte en Bangkok

El mundo está lleno de lugares maravillosos, objetivamente maravillosos, imprescindibles para todo viajero que se precie, sublimes para todo aquel mínimamente informado. Por ejemplo, así, dicho al azar, está Machu Pichu, y las pirámides de Egipto y los templos de Angkor en Camboya, y Roma. Quién en su sano juicio osaría obviar a Roma y su mareante belleza. Y me apostaría el cuello a que Jaipur en La india o Islandia entera también lo son, al menos en mi imaginación.

Por otra parte, y esto es totalmente subjetivo, existen otros  «lugares» que no son los más bonitos ni los más acogedores, y aún así te atrapan, te vuelven loco, te entran ganas de quedarte allí eternamente callejeando, porque en el fondo sabes que esa ciudad o pueblo o rincón inhóspito del mundo tiene algo que mostrarte, algo que te servirá de valiosa ayuda, aunque sea en solitario, sin un objetivo claro y sin un euro en el bolsillo. Espero que no tomen a mal tan flagrante plagio, pero pongamos que hablo de Bangkok: la capital del reino de Tailandia.

Sin duda alguna, la ciudad con más personalidades múltiples que un servidor ha visitado. Bangkok es Pekín, pero también es Tokio y Manila a la vez. Es un poco Sao Paulo y por supuesto anhela ser  una pizca de Nueva York. Con estos mimbres, Bangkok invita al debate y a la reflexión. Algo inevitable en una megaurbe tan caótica y estresante, donde el lujo y la miseria se mezclan desordenadamente. Por eso mismo, porque es una ciudad sin alfombras que oculten la suciedad ni medias tintas, hay muchas personas que la odian. A mi, en cambio, me produce sensaciones encontradas.  Objetivamente, no es un lugar bonito, ni siquiera agradable. Es lo que es. Y punto. Y aún así, de vez en cuando, igual que una pequeña fiebre estacional, siento la imperiosa necesidad de escaparme a esa ciudad tan desquiciada, a perder la decencia y el control en Khao Shan Road, a dejarme llevar por los olores y las laberínticas callejuelas de Chinatown, a asombrarme en cada esquina y pararme en cada puesto callejero, mercado o centro comercial.

La primera impresión de Bangkok nunca se olvida y marca el devenir de la historia personal de cada uno con la ciudad. En mi caso, justo unos instantes después de bajar del avión y respirar aquel aire húmedo y quemado tuve la increíble sensación de estar pisando otro planeta. La dificultad de respirar ese puro fuego era tan intensa que me costaba respirar. Una vez fuera del aeropuerto mi idilio con ese lugar tan extraño estaba consumado. Debía conocer a mi manera aquella ciudad como fuera. Y pese a mi determinación, no fue para nada sencillo. Me alojaba en pleno bullicio del barrio mochilero de Kaoh Shan Road. Desde mi modesta habitación apenas se veían carteles fluorescentes y guiris emborrachándose. Kaoh shan, en primera instancia, impresiona por su animación y espíritu mochilero. Pero como decía ella, Kaoh shan es demasiado Kaoh shan. Y termina cansando.  resulta mucho más aconsejable Rumbutrii road, una callejuela justo enfrente con una ambiente igual de internacional y mucho más calmado, con uno de esos  restaurantes callejeros familiares donde preparan el Pad Thai (noodles salteados con cacahuete, salsa de pescado e ingredientes al gusto) más sabroso que he probado hasta la fecha.

Pero este es el Bangkok más superficial. El que reclaman los turistas. La ciudad de los tuk-tuks y del regateo continuo con sus grandes templos dorados y carmesís y sus futuristas vistas de los rascacielos desde los vagones del Skytrain y de los miles de Seven-Eleven con el aire acondicionado a tope que resguardan del calor y  de la pintoresca inmundicia que ilumina “Cowboy Soy”, una especie de barrio rojo desatado donde la línea que separa el turismo sexual del turismo de masas se vuelve más difusa que nunca.

Afortunadamente, existe otra ciudad bajo ésta capa superficial. Una ciudad que requiere otro tempo y mirada. Una ciudad más viva que cualquier otra. Para encontrarla hay que mandar a la porra a los Tuk- tuks y a ser posible a los taxis de colorines y tornar la vista hacía el río Chao Phraya, el verdadero corazón de la ciudad. Moverse en Ferry en Bangkok es condenadamente fácil, divertido y barato. Basta con comprar tu billete para el barco de bandera amarilla o naranja en cualquiera de los muelles que jalonan la ciudad, esperar unos pocos minutos y tener claro en qué parada quieres bajarte. O no.

Y es que perderse en Bangkok (de día) puede llegar a ser una experiencia maravillosa.

Solo perdiendo toda orientación hubiera llegado a ese barrio de artesanos especializados en estatuas gigantes de Budha. No perdí la oportunidad y me entretuve fisgoneando mientras los artesanos cerraban sin prisa las persianas de sus tiendas. A esa hora de la tarde el tráfico estaba horrible y buscar un taxi para admirar al taxímetro sacar humo en un atasco no era buena idea. Para colmo un nubarrón de los que sólo se ven en esa parte del mundo había decidido unirse a la fiesta. Así que no me quedó más remedio que desandar lo andado y continuar la marcha a pie.

A falta de un Seven Eleven -increible pero cierto- donde pasar el mal trago decidí entrar en un templo budista al que había echado el ojo unas horas antes. Entre al templo por la puerta principal. Quise pagar la entrada pero en la garita situada en la entrada no había nadie. En el interior había una mesa de madera descorchada, un pequeño ventilador de techo funcionando a medio gas y una antigua radiocassette de dos pletinas. Sobre el mesa yacían abandonados unos papeles viejos un poco amarillentos escritos en alfabeto Thai.

Salté un enorme madero de color rojo que franqueaba la puerta de entrada pensando en los pobres ancianos que debían sortearlo a diario y en la razón oculta tras ese madero tan aparatoso. Entré al patio exterior del templo dándole vueltas al dichoso madero. El conjunto del templo era muy sencillo y austero. Nada reseñable, la verdad. El suelo del patio era de granito claro casi marmóreo. Estaba tan limpio y pulido que me entraron unas ganas imperiosas de descalzarme. Lo hice. Miré a mi alrededor. Nadie. Ni un alma. Ni un sólo turista. ¿Había encontrado un templo vacío en una ciudad de más de ocho millones de habitantes? ¿Era eso estadísticamente posible, incluso en una ciudad como Bangkok? El cielo seguía encapotado. Di una vuelta de reconocimiento al patio mirando mis pies, regodeándome en el frescor que emanaba del suelo de granito y en la importancia de mi mayor y más reciente descubrimiento. «El gran templo vacío de Bangkok. Nadie lo había visto hasta que el viajero español que prefiere permanecer en el anonimato lo marcó en Google maps. Dicen que los lugareños dejaron de visitarlo hace eones por culpa de un madero maldito y fastidioso..»

Entonces la vi, y mi absurda imaginación paró en seco y la lógica cayó por su propio peso y, como no podía ser de otra manera, la realidad superó a la ficción. Porque si había algo más inquietante que un templo vacío en Bangkok es un templo vacío en Bangkok con una sólo persona en su interior.

Mejor dicho. Con dos personas en su interior.

Me quedé unos pocos segundos mirándola desde la esquina del patio exterior. Me pareció una escena memorable. Digna de recordar. En el interior del templo una gigantesca estatua de Buddha sentado y una chica de cabellos rubios y rasgos noreuropeos se retaban por ver quién mantenía los ojos cerrados durante más tiempo. Templé mis pasos todavía más y subí las escaleras del templo de la manera más silenciosa posible.

La talla de Buddha era descomunal, tanto, que ocupaba la mayor parte del templo. Algo sólo comparable al Buddha yaciente que se exhibe en el complejo del Palacio Real. La estancia estaba recubierta en su totalidad con lino rojo oscuro y el pan de oro de las paredes había perdido claramente la batalla contra  la humedad y el paso del tiempo. Un ventilador de pie refrescaba el lugar al tiempo que acababa definitivamente con mi incipiente carrera de descubridor de templos perdidos. Y yo pensé que ese pequeño lugar destartalado y a la par tan encantador era el resumen perfecto de la ciudad que lo albergaba.

En aquel momento creí que ella no se había percatado de mi presencia. Más tarde quedó claro que sí sabía que yo estaba ahí.

Lo sé porque ella me lo confesó esa misma noche. Tampoco había alcanzado el Nirvana ni ningún otro plano astral, ni siquiera un poquito, confesó irónicamente ante una de mis impertinentes preguntas. Y eso era lo que me gustó de ella. Podía lidiar conmigo. Me veía venir desde lejos, tomaba sus debidas precauciones y me dejaba hacer para que yo no me incomodara. Pero en realidad ella tenía la situación bajo control. Tenía más kilómetros en la espalda que yo, pero no alardeaba de ello.

Se moría por el Pad-Thai del pequeño restaurante callejero de Rumbuttri Road igual que yo. Lo cual no era nada extraordinario porque, como bromeamos esa misma noche, todos, absolutamente todos los occidentales que habían visitado Bangkok habían sucumbido bajo el hechizo de esos Pad-Thai.

Comimos esos deliciosos Pad-Thai y nos bebimos dos cervezas Tiger con un mapa de la región como único acompañante. Paseamos un rato entre la multitud, vimos un bar pequñito y familiar lleno de farolillos chinos. En su interior una foto de juventud del Rey de Tailandia colgaba sobre el televisor. El interior del bar era basicamente el salón familiar de una típica familia Tailandesa. En el exterior, unas cuantas butacas de mimbre con cojines llenos de manchas y mesitas de plástico esperaban pacientemente a los clientes. Decidimos que aquel era el sitio ideal. Pedimos un par de Tiger beer de medio litro mientras una banda Tailandesa versionaba Roxanne en el garito de enfrente como si fuera una canción alegre de amor triunfante. Hablamos de mi fracasada carrera como escritor maldito, del puente sobre el río Kwai y sus sombras amenazantes, del gol de Torres en Vienna, de qué debía comer y no en Laos, de cómo limpiarse el trasero con la dichosa manguerita sin acabar hecho un cristo, de su español para borrachos aprendido en las noches de verano en la costa dorada, de mi alemán sacado de letras de Rammsteinn, de la psicología oriental (¿¿eso existe??) y de sus andanzas por Australia y de las mías por el Perú, y casi se muere de la risa con mi indignación con el maldito madero y mi gran hallazgo del templo olvidado de Bangkok. Pero sobre todo hablábamos sin hablarnos. Como si estuviéramos aún en el interior del templo: ella, el buddha sentado, el ventilador de pie silbando al atardecer y un servidor. Ella haciendo como que meditaba y yo evitándolo por todos los medios. Sonaba entonces el «People have the power» y nuestra conversación se perdía en el pegadizo estribillo de Patti Smith y en los despojos humanos que pululan a la deriva por Kaoh shan road a esas altas horas de la madrugada.

Ella abrió los ojos cuando empezaron a caer los primeros truenos rasgando el cielo de Bangkok. Nos dijimos hola con la educación mínima exigible y un breve suspiro de alivio. Con las primeras gotas de lluvia ella se levantó. Miró afuera y se quedó helada un par de minutos. No la culpo. Ver caer el diluvio universal  sobre ésta ciudad sin que se venga abajo es lo más parecido a ver caer la lluvia por primera vez.

Aquella noche me di cuenta de que tenía un ojo ligeramente más claro que el otro. ¿Eres familia de Bowie?, le dije mientras sonaba Rebel Rebel. Nooo, Bowie no era alemán!!, contestó en perfecto español adornándolo con un marcado acento teutón. Los farolillos chinos empezaban a contonearse movidos por la brisa venida del río Chao Phraya. Y yo, con la inestimable ayuda de un par de Tiger beer, le hice la vaga promesa de que a mi vuelta de Laos le enseñaría mis rincones preferidos de Chinatown.

A la promesa le sobrevino un inesperado silencio. Ella se quedó pensativa un buen rato, como buscando unas palabras exactas que no acababan de llegar. Ah sí!!, dijo de repente, Lo raro es no haberlo sabido antes!!, exclamó en un brindis ejecutado a la manera germana. Qué buen título para una novela juvenil, pensé, aunque creo que ella quiso decir otra cosa del tipo: «Che, qué bueno que viniste». Golpeamos la mesa con el culo de la botella, la espuma de las cervezas se desparramó pero nos dio igual y seguimos bebiendo hasta que empezó a sonar «God Only Knows» de los Beach Boys. La miré más allá de su ojos azules y entonces supe que estábamos ante la tormenta perfecta entre las tormentas perfectas.

Salimos del templo en pleno auge de la tormenta porque temíamos acabar encerrados dentro del templo. Nos cubrimos como pudimos con un impermeable de color amarillo que ella guardaba de un viaje a Irlanda. Le advertí sobre el peligrosísimo madero de la puerta. Lo saltamos intentando no despojarnos del impermeable y ella perdió una de sus chancletas. Masculló unas palabras malsonantes en alemán. Me aguante la risa para no ofender su teutón carácter por primera y última vez y me agaché a recogerla. ¿La quieres?, le dije antes de que me la arrancara de la mano.

Acabamos en el primer Seven-Eleven que encontramos. Casi morimos de la risa al ver a tanto guiri batiéndose a muerte por un paraguas. La batalla duró poco, porque en Bangkok, ya se sabe, si el cliente no va a la tienda, la tienda va a por el cliente. Dos señoras mayores aparecieron pertrechadas con paraguas y ponchos de todas las tallas y colores imaginables. Así que compré un paraguas enorme de color naranja y cogimos el primer taxi libre que tuvo a bien recogernos. Por supuesto, el taxista se aprovechó de nosotros y nos cobró el doble de lo que valía la carrera. Cuando el usurero conductor nos preguntó a dónde íbamos nos echamos a reír otra vez. No lo pudimos evitar. El taxista se bajo sus gafas de sol de aviador (gafas de sol en pleno diluvio!!), nos miró de nuevo a través del retrovisor y dijo en un tono de lo más serio: ¿Kao shan Road?

Del final de la noche no puedo detallar mucho más aparte de que empezaron a caer chupitos, cócteles y un licor de arroz con picante local que sabía a cloaca del mismo averno. Creo recordar que la banda masacró Redemption song de Bob Marley como despedida y cierre, pero no me hagan mucho caso. Estaba seriamente borracho y perdido en sus labios, que sabían a una rara mezcla entre Vodka, cerveza, Mojito y Pad-Thai.

Al día siguiente aprendí una valiosa lección: Viajar en autobus desde Bangkok a ChiangMai con una resaka espantosa no debería ser nunca una opción. Al menos tenía el buen sabor de boca de haberme tropezado con la tormenta perfecta, unos ojos azules infinitos y una dirección de correo electrónico impronunciable. Bangkok había cobrado un nuevo sentido para mí y en aquel momento creí que al igual que le sucedía a Hemingway con París, Bangkok no se terminaría nunca.

Nunca volví a tiempo para enseñarle Chinatown como me hubiera gustado. Empecé a darle largas preventivas una semana antes de mi vuelta. Estaba muy a gusto en Laos y me quedaba por recorrer en moto la meseta de Bolaven. Ella, que andaba por el sur de la antigua Birmania ascendiendo escaleras interminables que llevaban a templos custodiados por monos, empezó a devolverme con la misma moneda poco después. El día de mi vuelta me tomé la última Tiger beer en el mismo bar en el que nos emborrachamos aquella noche. Estuve a punto de mandarle un selfie en el mismo bar, pero lo pensé mejor y me pareció patético. Pasé del tema. Me acabé la cerveza mientras terminaba de leer «Brooklyn follies», de Paul Auster. Aquella noche no había música en vivo y en el hilo musical sonaba el himno del país. Era el día nacional y en la tele el Rey de Tailandia pasaba revista a sus tropas con el Palacio Real iluminado a sus espaldas. Pensé en el calor que debían estar pasando los soldados con sus uniformes de gala, en las horas de avión que tenía por delante y en demás bobadas por el estilo. Pagué la cuenta y pedí un taxi compartido al aeropuerto.

He vuelto a Bang kok en dos ocasiones. Y digo casi emocionado que nunca deja de sorprenderme. No puedo decir que sea un experto pero conozco lo esencial de la ciudad. Los años no le han sentado nada mal a pesar de alguna inundación y un par de revoluciones civiles. La ciudad ha estrenado una línea de tren que conecta el centro con el aeropuerto, el parque de coches se ha renovado considerablemente y la ciudad está algo más limpia y domesticada. Lo cual es algo bueno para sus habitantes. Lo que nunca cambia es Kaoh Shan road, el río Chao Prhaya, y por supuesto, Chinatown. Piel, corazón y cabeza que mantienen a flote la esencia de esta chalada ciudad. Cada vez que voy, procuro no perderme ninguna de sus callejuelas.

Me gustaría poder contar que he vuelto al templo de esta historia. Pero me temo que soy incapaz. Prefiero perder ese templo en algún recoveco de la memoria que enfrascarme en nostálgicas aventuras. Al fin y al cabo, si volviera solo podría defraudarme. En ocasiones pienso en ello. ¿Qué podría pasar si volviera? ¿Estaría el señor de la garita en su puesto? ¿Tendría entonces que pagar mi entrada? Imaginen qué decepción si voy y está lleno de turistas japoneses con sus trípodes y palos selfie. Me pongo enfermo sólo de pensarlo. O, peor todavía… ¿Y si se repitiera la situación y todo volviera a ocurrir del mismo modo, aunque fuera con otra mujer y con otras lluvias y con otras canciones y con otras bebidas en un bar elegante del centro financiero en vez de limitarnos a manchar una raída mesa de plástico en Kaoh San road? ¿De qué hubiera servido entonces ese día de hallazgos burdos y tormentas perfectas? Y, puestos a formular preguntas impertinentes, ¿para qué cojones estaría ahí ese madero? ¿Para qué poner ahí ese obstáculo precisamente en la entrada del templo? ¿No será que estaba ahí precisamente para eso, para que cayera en la cuenta de que estaba cruzándolo, abandonando para siempre un momento que nunca volvería y adentrándome en otro muy distinto? ¿Cómo no se me ocurrió antes?. ¿Por qué no lo supe ver?. ¿Por qué estas cosas tan simples, efectivas y hermosas sólo se le puede ocurrir a un oriental?.  Raro. Muy raro. Tan raro que Lo raro es no haberlo sabido antes.

Fernando Bolaño

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