Mi rey Gaspar

Por segundo año consecutivo, este día de Reyes, ‘los Gaspares’ no lo celebramos en el pueblo. El fuego, ante el que hemos pasado tan buenos momentos, no se ha encendido y mi padre, ahora perdido en el limbo de la vejez y la enfermedad, ya no puede agradecer, con su simpatía y afecto, las muchas felicitaciones que recibe por su santo y cumpleaños.

Panorámica de Villar de los Navarros

Panorámica de Villar de los Navarros

Cada año, conforme llegaban las visitas después de misa, le gustaba recordar cómo su abuela, analfabeta, apenas acertaba a explicar que, nacido el día de Reyes, de los tres, lo habían bautizado «como el de en medio». En 1929. A partir de ahí, con su prodigiosa capacidad para contar, Gaspar podía estar horas recordando la guerra, «en la que fui un niño desaparecido». Y cómo su madre, Engracia, cuando supo que estaba vivo, lo reclamó a través de la Cruz Roja Internacional a otras dos vecinas del pueblo, Genoveva y su hija María, que lo habían cuidado y habían llevado con ellas como refugiado. Caspe, Barcelona, Palafolls, Perpiñán, Ruan… veinte meses. Y el hambre y las bombas como telón de fondo.Esa era una parte de su pequeña gran historia, que hilvanaba con la de decenas de sus paisanos: los que buscaron una nueva vida en Francia o en Barcelona y, por supuesto, los cientos que nos vinimos a Zaragoza.

Este verano, al leer el revelador ensayo ‘La España vacía’, de Sergio del Molino, sentía en sus páginas el reflejo de nuestras vivencias.En mi caso, como en el de tantos, es mía la experiencia de la España que se vaciaba. Mi pueblo sufrió la ‘gran emigración’, el ‘gran trauma’, en los primeros sesenta, después de una devastadora riada; nuestra familia aún resistió hasta mediados de los setenta. En apenas una década, pasamos de estar en una escuela de cuatro aulas, dos de mayores y dos de pequeños, de chicos y de chicas, capitaneada por don Rafael y doña Elisa, a la Escuela Nacional Unitaria, Número 1, de Villar de los Navarros. Entonces, el gran trauma era quedarse mientras otros cogían el autobús de línea.

Ahora, viendo a mi padre, veo a la última generación dedicada masivamente a la tierra, que no pudo resistir el impacto de la mecanización del campo. No quedó más remedio que urbanizar su vida y olvidarse del sol como guía de sus días de siembra, labranza, siega, poda, caza…

Y en su recorrido vital, el testimonio de los valores que han llevado a nuestro país desde la Edad Media, en la que yo misma habité, al siglo XXI. Es una generación con una capacidad extraordinaria para revertir la adversidad, una fe inquebrantable en el trabajo como mecanismo de superación, un agradecido orgullo por lo conseguido y una gran generosidad, que, como dice el sabio Carlos López Otín, es la cumbre más elevada de la felicidad.

También, es la última generación que ha vivido una guerra. El escritor austriaco Stefan Zweig, en ‘El mundo de ayer’, se proclama ciudadano de una Centroeuropa afortunada, que asiste a la aparición de la electricidad, el teléfono y el psicoanálisis, entre otros ‘inventos’, y que no ha sufrido ninguna guerra. Una sociedad alegre y confiada que no cuida lo que tiene y desemboca en la Primera Guerra Mundial, la primera en la que también se mata como nunca.

En el colofón de su obra, Del Molino evoca la existencia de una conciencia colectiva de nuestro pasado como una «patria imaginada». De ella formaría parte ese legado de nuestros mayores que nos ha traído hasta aquí y que recordamos solo a ratos, pese a que sus logros, como recuerda Zweig, no se preservan solos: hay que cuidarlos.

El vaciado físico de los pueblos, en un tiempo en el que la ciudad es un imán irresistible, tiene en las actuales coordenadas una reversión casi imposible. Esa realidad no debe impedir pelear para que quienes permanecen pegados a la tierra dispongan de recursos contemporáneos.

Se lo debemos todos los demás. A nuestros padres, a nuestras raíces, a nuestra patria imaginada, para que ese singular y diferencial lugar de donde venimos, arraigada palanca presente siempre en nuestra conciencia, no deje de existir y de acogernos. Es el mejor regalo de Reyes que podemos hacer a nuestros hijos.

Genoveva Crespo
Heraldo de Aragón, 6 de enero de 2017
Posted in Colaboraciones, Cultura, Gustosa recomendación, La Imagen del día, Patrimonio

Los comentarios están cerrados.