«Un día vino a la torre un encargado de la ENHER y nos dijo: Esta torre tiene que estar despachada mañana a las ocho de la mañana, porque la vamos a volar. El tió Manuel el fideero, el de la fábrica de la Porteta, nos dijo que nos subiéramos a su torre, así que por la noche cogimos los cuatro muebles que teníamos, los conejos, las gallinas, las vacas, y lo subimos todo. Salimos como perros y con la cabeza gacha. Y al día siguiente, a las ocho de la mañana, volaron la torre. Nos quedamos para verlo. Mi hermana y yo éramos unos críos y no nos enterábamos mucho de las cosas, pero ya te puedes imaginar el palo que fue para mis padres y mi abuelo. Me acuerdo como si fuera ahora. Eso no se me olvidará mientras viva.
Nos sentimos abandonados por la propiedad y por el Ayuntamiento. Hoy no hubiera pasado algo así. Pero es que entonces había mucha ignorancia y por qué no decirlo había también miedo a protestar. Algunos lo hicieron y les costó caro, como el canónigo. Y mira que era del Régimen. Aún así mi madre no se conformó e insistía en que algo nos tenían que dar por ser medieros tantos años. Al final, mi padre habló con el ingeniero Espinel y le explicó el caso. Le acabaron dando quince mil pesetas de indemnización por la finca.
Muy cerca de nuestra torre estaba la de Centellas. Vivía el matrimonio, Miguel y Trinidad, y el hijo soltero, Santiago, que al invierno bajaba a lo nuestro y jugábamos con Carlitos, un muñeco que discurrimos con un pañuelo, al que le hacíamos brazos y cabeza, con nudos, y con un hilo en el techo y al trasluz de la luz del candil de aceite se convertía en una marioneta. Otra vez, cogíamos varias latas de sardinas, las uníamos con un cordel, las llenábamos de arena y nos imaginábamos que eran camiones. No parábamos de discurrir cosas. Un día, estábamos solos en la torre porque mis padres habían marchado al pueblo a comprar. Cogí la escopeta y le dije a mi hermanica: “oye, hacemos puntería con la mangranera?“ Salgo a la ventana, disparo y de poco me caigo largo del culatazo. Precisamente una escopeta, una de plástico y con corcho en la punta, fue el juguete más grande que tuvimos».
José Bielsa «el finojo» Extracto del libro Cauvaca. El paraíso perdido
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