Sáhara Occiental, de la colonia al exilio (y III)

Mi vuelta al Sahara

No extrañará, pues, al lector que una íntima vergüenza fuera mi sentimiento predominante cuando, 42 años después de mi incorporación al BIR nº 1 en Playa de Aaiún, emprendí de nuevo viaje hacia el Sahara. Pero esta vez vestido de paisano, pagándome el viaje y vía Argel y Tindouf. Acompañaba a Vicente Ubalde, quien a través de la UGT aragonesa lleva adelante un proyecto de cooperación para proporcionar alimentos frescos a la población de Tifariti, en la franja de terreno del Sahara Occidental que, al este del muro marroquí, controla el Polisario.

De la terminal aérea situada en el aeródromo militar de Tindouf, los militares saharauis que nos esperaban nos llevaron al campamento de Rabouni. La sede del Gobierno de la República Árabe Saharaui Democrática es poco más que un asentamiento chabolista, en medio de un desierto mucho más árido que el que yo había conocido en el Sahara Occidental. Las viviendas son mediocres y están construidas con materiales pobres y sin planificación urbanística alguna. Los espacios libres están sembrados de restos oxidados de coches, televisores y todo tipo de chatarra que, allí, nadie recoge; ¿para qué iban a hacerlo?

 Preparando el te, camino de Tifariti.

Preparando el te, camino de Tifariti

La impresión de hallarme en una inmensa chatarrería se acentuó aún más cuando ví un gran recinto, supongo que albergaba instalaciones oficiales, vallado a lo largo de centenares y centenares de metros con dos pisos de contenedores metálicos vacíos. Llegaron hasta allí llenos de la ayuda internacional que permite sobrevivir a los saharauis, exiliados desde 1975, y como el coste de su retorno en vacío supera su valor, allí se quedaron. Cada año hay más.

Salimos en dos vehículos todo-terreno en dirección a la frontera del Sahara Occidental. Al principio por una carretera asfaltada, pero al cabo de un rato circulábamos ya por una pista que, en ocasiones, podía tener 100 metros de anchura. En realidad, cada conductor elige su itinerario, guiado más por su conocimiento del desierto que por los neumáticos de camión clavados en el suelo cada uno o dos kilómetros. Fue allí y sobre todo en la parada que hicimos a mitad de viaje (en total duró siete horas) para estirar las piernas y tomar un té, cuando volví a sentir el desierto como aquella primera vez en el aeropuerto de El Aiún. Pero ahora no experimentaba rechazo, supongo que porque era yo quien había decidido ir. Miré la vasta extensión vacía, las escasas plantas resecas, las talhas que sobreviven al viento y a la falta de agua. Seguía impresionándome tanto como la primera vez, pero ya no lo rechazaba.

Tifariti

Pasamos cerca de Bir Lehlu, que según la Wikipedia es la capital de la República Árabe Saharaui Democrática pero a mí me pareció un poblado chabolista más pobre aún que Rabuni, y ya de noche llegamos a nuestro destino. Tifariti es un pequeño poblado situado en un uadi cerca de la frontera con Mauritania, al sur del brazo corto de esa especie de L invertida que es el mapa del Sahara Occidental. Fue lugar de paso de caravanas y aún hoy se ven de vez en cuando camiones cargados inverosímilmente, que parecen venir de ningún sitio y dirigirse a quién sabe dónde.

Si uno se sitúa en la pequeña elevación donde se encuentra el edificio de protocolo, que alberga a visitantes y cooperantes que recalamos por allí, y mira hacia el noreste, se enfrenta a un paisaje mineral calcinado, entre rojo oscuro y negro (dicen que hay hierro en el subsuelo), sobre todo las piedras, que se diría que hasta brillan un poco. Yo solía hacerlo todos los días que pasé en Tifariti y cuando la dureza de lo que veía me abrumaba, me volvía hacia el suroeste, para calmar mis ojos en la arena suave del uadi, en el escaso verde de las abundantes talhas y en el más intenso del huerto, sobre todo de una enorme acacia (si no era, lo parecía) más propia de un parque de zonas templadas que de este desierto. Al oeste se ve el trazado de la carretera de Smara que, al inicio del conflicto en la colonia, empezaron a construir no sé si los ingenieros militares o el Gobierno General. Nunca se terminó. Supongo que a un centenar de kilómetros de aquí estará cortada por el muro que separa el Sahara ocupado de los territorios liberados.

Abdalahe Bilalu en el huerto de Tifariti.

Abdalahe Bilalu en el huerto de Tifariti

Al lado del edificio de protocolo se exhiben los restos de un caza-bombardero Phantom marroquí, derribado por los saharauis. Y al pie de la colina destaca la carcasa oxidada de un carro de combate destruido también por el Polisario. Es un T-54 de origen ruso, que formó parte de un contingente de carros regalados por Siria a Marruecos para agradecerle su colaboración en la guerra del Yom Kipur en 1973. Una participación que extrañaría, dadas sus tradicionales buenas relaciones con Israel, si no fuera por la ambivalente política internacional de su rey.

Durante la guerra que siguió a la ocupación del Sahara, antes de que el Polisario les obligara a retroceder, los marroquíes llegaron a Tifariti y dinamitaron el antiguo puesto de la Policía Territorial, así como las viviendas construidas por la administración española y el pozo. ¿Hay crueldad mayor que destruir un pozo en el desierto? Cuando llegué ya había sido reconstruido.

Con su agua no demasiado salobre, que se encuentra a bastante profundidad y se extrae gracias a una noria o a una bomba a motor, se riega un huerto que no sé si ya existía en la época de la colonia. Es curioso que en internet se encuentren numerosas entradas sobre el hermanamiento de esta pequeña superficie cultivada con el parque sevillano del Alamillo, o sobre una supuesta noria de bidones reciclados o una puerta pintada con purpurina, intervenciones “artísticas” ambas de un proyecto que llamaron Artifariti, pero muy pocas del trabajo continuado de Vicente y de algunos otros voluntarios que, desde hace casi una década, se empeñan en que crezcan vegetales o se críen conejos o gallinas con los que mejorar la pésima dieta alimenticia de quienes allí viven. Cosas de la propaganda.

El blindado y yo

El blindado y yo

El desierto fue sabana

El Polisario sueña con convertir a Tifariti en la población más importante de los territorios liberados y por eso se construyó allí un gran colegio con numerosas aulas, de las que ahora solo se usa una. También un hospital, financiado por el Gobierno de Navarra, cuyas instalaciones han sido desmontadas para trasladarlas a los campamentos, donde la población a atender es mucho mayor. Allí solo quedan algunas camas que acogen a quienes enferman y quedan al cuidado de un sanitario que, según él mismo me contó, aprendió todo lo que sabe por pura necesidad durante la guerra.

Casi al final de nuestra estancia en Tifariti fuimos a visitar Erqueyez, una zona rocosa que, en este paisaje predominantemente llano, podría calificarse casi de montañosa. Lo hicimos acompañados por dos soldados armados con sus kalahsnikov, dado que la zona se encuentra no lejos del muro levantado por los marroquíes. Yo había estudiado la erosión eólica en la Universidad, pero aquel día pude ver cómo el viento, aliado con los pequeños granos de arena que arrastra, puede pulir una roca y hasta abrir una cavidad en ella. A los ojos del visitante Erqueyez aparece como un caos de redondeadas y enormes rocas de arenisca negruzca, pero cuando se recorre se descubrenn profundas incisiones en el terreno que testimonian antiguos barrancos.

Pero la sorpresa que me provocó el paisaje se vio ampliamente superada por lo que encontré en las paredes rocosas de numerosas cavidades: Cientos y cientos de pinturas rupestres, la mayoría neolíticas, que representan una fauna hoy inimaginable en esta latitud (jirafas, cérvidos, bóvidos, etc.) así como figuras humanas en escenas de caza o de danza. Unas pinturas que hablan de que, hace tres milenios, el Sahara no era desierto sino sabana, igual a esas que vemos en los documentales de animales, miles de kilómetros al sur. Además de las pinturas hay restos de talleres de producción de elementos de piedra del paleolítico y túmulos funerarios que no visitamos.

Jirafas pintadas en un abrigo de Erqueyez.

Jirafas pintadas en un abrigo de Erqueyez

La conservación de este valiosísimo patrimonio cultural no está entre las prioridades del Gobierno de la RASD, que se centran en procurar agua y alimentos, así como educación y sanidad a sus ciudadanos, y en mantener unas fuerzas armadas que le permitan hacer frente a la amenaza marroquí. Los elementos naturales capaces de erosionar la roca son el principal enemigo de la conservación de estas pinturas, pero no el único. No es difícil ver recientes raspaduras y textos escritos que hablan del escaso nivel cultural de algunos de sus, afortunadamente, escasos visitantes. A la entrada de la zona hay un cartel con la insignia de la Minurso, en el que se advierte en inglés a sus soldados de las sanciones a que se exponen si dañan los restos arqueológicos.

Hospitalidad y despedida

Guardo un entrañable recuerdo de algunos habitantes de Tifariti, como el prematuramente envejecido Abdalahe, padre de una numerosa familia, quien me guió por las ruinas del cuartel de la Policía Territorial. O Salami, que colaboraba en el huerto, quien nos invitó una noche a tomar el té con su familia, bajo un cielo estrellado que solo puede verse en el desierto. O su joven hijo, que aprovechó mi presencia para practicar el español aprendido durante los veranos pasados en España, antes de cumplir 11 años. Tras de que le comentara que todos los días veía un gran lagarto cuando bajaba hacia el huerto, este chaval apareció con un hermoso ejemplar en las manos. Él y otros niños se rieron al comprobar mi aversión a coger el animal.

El sentido de la hospitalidad de las gentes del desierto es impresionante, al menos a los ojos de los occidentales habituados al individualismo. Tuve ocasión de volverlo a constatar cuando regresamos a los campamentos, concretamente al 27 de Febrero, en medio de una ola de calor que venció mi ya mermada resistencia física. Me resultaba imposible comer, pero cada día nuestros anfitriones me presentaban platos apetitosos y atractivamente decorados que, por supuesto, ellos no comen habitualmente. Incluso nos dejaron la mejor habitación de la casa, en la que un aparato de aire acondicionado bajaba un poco la temperatura exterior, que debió acercarse a los 50 grados. Este y algún otro campamento disponen de energía eléctrica, no así los demás. El agua la reparten los camiones de Acnur.

El 10 de mayo asistimos en el campamento de Aaiún al desfile militar y civil conmemorativo de la fundación del Frente Polisario. En la tribuna presidencial estábamos a la sombra, pero el calor resultaba insoportable. En aquel momento comprendí hasta qué punto es importante que los niños saharauis puedan venir a España un par de meses en verano.

Dos días después, tras superar los exigentes controles policiales y aduaneros argelinos, tomamos el avión hacia España.

Recordé entonces una vieja foto que conservo, en la que se me ve joven, vestido de paisano y sonriente, posando ante el modesto barracón del aeropuerto de El Aaiún. Estaba esperando que nos llamaran para subir al avión de Iberia que me llevaría a casa, ya licenciado. Sonreía porque la mili había terminado, pero también porque me marchaba del desierto, un paisaje que no había comprendido. Esta vez no sonreía, tras un golpe de calor y tres días a dieta de agua, pero sentía que dejaba atrás a un pueblo maltratado del que me sentía próximo y un desierto que ya no rechazaba.

Luis Granell Pérez

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