Identidades

En un debate reciente escuché al político de la CUP David Fernàndez decir que quería independizarse de España pero sin renunciar ni a Machado ni a Lorca ni a Rosalía de Castro. Hombre, qué bien: eso es como lanzarse a agarrar el jamón y dejar el tocino para el de atrás. Lo bueno de lo tuyo sigue siendo mío, pero lo malo te lo quedas para ti. Digo yo que, si David Fernàndez no quiere renunciar ni a Machado ni a Lorca ni a Rosalía, tendrá que cargar al menos con la parte alícuota de don Jacinto Benavente. No vale eso de coger sólo lo que nos gusta y dejar a los demás lo que no. Las pinturas de Goya, la poesía de Miguel Hernández y las victorias de Rafa Nadal para mí; el tribunal de la Inquisición, la expulsión de los judíos y el desastre de Annual para ti. Abrimos un vertedero, le ponemos el nombre de España y arrojamos en su interior todo lo que nos desagrada (que no es muy distinto de lo que desagrada a la mayoría de los españoles). Completada la operación, ¿cómo no aspirar a independizarse del vertedero ese? identidades

Un mecanismo mental semejante es el que llevó a cierto profesor universitario a afirmar que Catalunya jamás había tenido colonias. Y se quedó tan campante. Como si Catalunya hubiera tenido alguna vez la oportunidad de convertirse en metrópoli y muy prudentemente hubiera optado por rehusar. Como si no le correspondiera una parte de responsabilidad, por pequeña que sea, del colonialismo español. Como si no hubiera habido catalanes repartiendo sablazos en Tetuán a las órdenes de Prim o traficando con esclavos en las Antillas, etcétera. ¿A quién le interesa recordar que Barcelona fue durante la segunda mitad del siglo XIX la capital del negocio colonial español? Todo eso ha ido a parar a ese vertedero llamado España, en el que, como se ve, se puede arrojar no sólo lo que no nos gusta de España, sino también lo que no nos gusta de Catalunya.

El nacionalismo aspira a construirse un pasado inmaculado, apolíneo, sin tacha ninguna, y todo aquello que estorba es despachado sin contemplaciones hacia España. Eso fue lo que ocurrió tras la confesión de Jordi Pujol, cuyo fraude fiscal fue rápidamente endosado a la “etapa autonómica” y la “cultura de la transición”. Es decir, a España: el padre del catalanismo contemporáneo, una vez caído en desgracia, no era ya más que un vulgar españolazo. Alguien, muy acertadamente, definió el nacionalismo como pativo triotismo sin autocrítica: ¿qué necesidad tenemos de ejercer la autocrítica si todo lo malo es culpa de los demás? En algún rincón del organismo se esconde una extraña y poderosa glándula, capaz de inhibir nuestro espíritu crítico cuando juzgamos lo malo de los nuestros y de estimularlo cuando juzgamos lo malo de los otros.

No existe ningún país cuya historia esté libre de fanatismos, desmanes, abusos, injusticias. Seguramente, en nuestro pasado colecson más abundantes los episodios de los que debemos avergonzarnos que aquellos de los que podemos enorgullecernos. Pero sin ese sentimiento de vergüenza retrospectiva difícilmente habría avanzado eso que llamamos civilización, que presupone una voluntad compartida de corregir viejos errores. De la intolerancia del pasado extraemos lecciones para la tolerancia del futuro, y sin la experiencia de las guerras y las tiranías no sabríamos ponderar cuanto hay de valioso en la paz y la democracia. Pero no parece que las vergüenzas del pasado importen mucho a nuestros principales políticos, empeñados en hacernos sentir el orgullo de haber nacido aquí o allá (como si lo hubiéramos podido elegir) y el privilegio de ser catalán o español (como si fuera una virtud personal). Por ahí van sus invocaciones a las grandezas del pasado, y tan lastimosa me resulta la grandilocuencia de Artur Mas cuando alardea de ser el presidente número 129 de la Generalitat de Catalunya como la de Rajoy cuando proclama que España es “la nación más antigua de Europa”.

Con esos materiales de cartón piedra se han venido construyendo desde el siglo XIX las identidades nacionales, tan aficionadas a subordinar la verdad histórica a la leyenda. Me gustó el libro La invención del pasado de Miguel-Anxo Murado, que desmonta unos cuantos mitos sobre la construcción nacional española, y me ha gustado la muy reciente Historia mínima de Cataluña de Jordi Canal, que hace algo parecido con la catalana. En realidad, no le veo mucho sentido a eso de las identidades, que a lo largo de los siglos han servido sobre todo para enfrentarnos a unos con otros.

El gran Joseph Roth siempre añoró la Europa anterior a la Gran Guerra, que saltó por los aires por un conflicto entre identidades nacionales. En su novela La cripta de los capuchinos aparece un conde polaco que dice no poder sentir cariño por todos los trigales ni por todos los pinares ni por todos los ciudadanos de Polonia, “pero sí por un campo determinado, por un bosquecillo, por un pantano, por una persona”. Esa identidad individual es la única que comprendo: el sedimento que han ido dejando en mí los lugares, las experiencias, las personas.

Ignacio Martínez de Pisón, escritor.
La Vanguardia, 25 de septiembre de 2015
Posted in Crítica, Cultura

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