Tenía ganas de que llegara Junio. No para terminar el curso, sino porque todo estaba más cerca de Agosto.
Julio, pero sobre todo Agosto, está ligado a Caspe en mi niñez. En Caspe viví el incendio terrible del Hotel Corona de Aragón o el asesinato de John Lennon. Lo recuerdo perfectamente. Como perfectamente recuerdo cada unos de mis veranos en Caspe. Y ahora entiendo a Casillas cuando dice que recuerda cada uno de sus partidos jugados.
Recuerdos mis fiestas de niño, esas en que tus padres te citaban cada hora en el kiosko de la plaza para saber dónde estabas. Y recuerdo mis fiestas como adolescente. Esas que te roban tus primeros besos sin tener que tener que pasar revista ante tus padres.
Las fiestas de mi adolescencia se caracterizan por ver el amanecer desde La Porteta. También por echar una cabezada, cuando ya no te aguanta ni el alma, en el patio de La Balsa.
Pero hay más cosas. Mi afición por las vaquillas, seguramente influida por mi tío Jesús Áriz, que fue novillero y que me llevaron a un serio revolcón en unas fiestas que no sé datar. Un pase a la limón fallido en la primera de la tarde.
Vaquillas, en fiestas de agosto. Años 80 (Col. Mercedes Bel)
Pero recuerdo con cariño las verbenas de la plaza y posteriormente, las actuaciones en el pabellón. Mi primer concierto de Miguel Ríos, allá por los 80, al que continuarían mil más. Barón Rojo, Víctor y Ana Belén, Celtas Cortos…
Después de esos conciertos hubo un año que nos dio por ir al dique a bañarnos desnudos. Yo nunca accedí. Ya había siluros…
Pero lo que dolía, lo que te llenaba el alma, eran los primeros amoríos, inocentes, pero no faltos de amor, que te hacían sufrir hasta el punto de desear que nunca llegara ese tren que te devolviera a Zaragoza.
Pocas cosas me han hecho tan feliz como las fiestas de la Ciudad del Compromiso.
Carlos Juan Borroy
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