En Caspe, durante el siglo XIX y el XX ese tipo de fiestas estaban muy aceptadas por los creyentes y esperadas por todos. No había calle que no tuviera en alguna fachada una capilleta dedicada a un santo, danta o la Virgen en alguna de sus advocaciones y celebraban el día de la fieta con baile y todo. La devoción a la Virgen de la Balma también creció mucho en Caspe; pero como no tenía ninguna capilla dedicada en el pueblo se formaban grupos y marchaban como en peregrinación, con carros y caballerías a carga hasta el Santuario de la Balma en Zorita, en un viaje de seis o siete días que resultaba muy penoso. Tanto creció la devoción que el año que no podían ir a la fiesta pensaban que cometían pecado de confesión. Así que para evitar estos desplazamientos y poder manifestar su devoción a la Virgen, un grupo de vecinos de la calle del Muro decidieron traer a Caspe una imagen de igual parecido. Como en estas cosas quien manda es la iglesia, lo pusieron en conocimiento del párroco. El hombre, al ver la devoción y buena disposición de aquella gente y que se trata de un grupo -que no era todo el pueblo- cogió la propuesta con cariño y mucha ilusión por su parte: era sorprendente que vinieran gentes como éstas, cuando en la España de aquellos años no quedaba tiempo para la paz y tranquilidad.
(Extracto del librito Historia de la Cofradía de la Virgen de la Balma, de Joaquin Dolader Gracia, Caspe 1999)
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