El Castillo del Compromiso. Didácticas lamentaciones y deseos de reconstrucción

Os colgamos, por su interés y relevancia, el artículo publicado ayer por la revista caspense Cuatro Esquinas. 

 

Es frecuente error, y no solo de profanos, sino de eruditos y especialistas (citemos al respecto J. Rico Estasén y la obra ‘Castillos de España’, de C. Sarthou), el de llamar castillo de Caspe, relacionándola con el Compromiso, la denominada entre nosotros Torre de Salamanca, barbacana cuadrangular que domina la salida a la ciudad, hacia Maella, compuesta por una torre central y cuatro salientes laterales, como baluartes albarranas, con muros horadados por saeteras y coronados por almenas sin otra entrada que una diminuta poterna, obra que toma el nombre de su constructor, el teniente general don Manuel de Salamanca y Negrete, hijo adoptivo de Caspe, quien dispuso su erección en 1871.

Ernesto Rodrigo de la Llave

El auténtico castillo de Caspe -o ‘del Compromiso’ por antonomasia- aún conserva visible estructura tras la iglesia parroquial de Santa María la Mayor. Formó con ésta y el casón árabe que más tarde fue palacio de Sesé y convento de San Juan (donde hoy se alza un grupo escolar) interesante complejo arquitectónico, como muestran antiguos grabados. Según la tradición, se edificó sobre unas pétreas defensas romanas y su planta, irregular pero armónica a tiempo, ofrecía dos aspectos muy distintos: militar roquero el uno, monástico abacial el otro; todo un exponente del carácter de sus moradores. La parte noble, y más bella, correspondía a la sala de armas, cuyo asiento todavía se mantiene, así como dos arcos apuntados que le dan acceso y el cañón de la escalera cuyas gradas permanecieron hasta 1611 teñidas por sangre de templarios, según la famosa leyenda recogida por el portugués Lavaña en su «Itinerario Histórico del Reino de Aragón». En este cuerpo central que, insistimos, representaba lo más atractivo del conjunto, el «aula castri» era una estancia de sólo 50 pies de largo por 25 de ancho, a la que se ascendía por una rampa tallada en peña viva. Su puerta bocelada, que en la actualidad se admira en el Ayuntamiento, es de jambas adornadas con las cruces llanas de San Juan sobre gules dentro de losange con cuatro conchas a los lados del cuadro y otros escudos en la parte interior también en forma de Iosange con conchas fuera de él, liso y en gules su tercio superior y armiño lo restante, con sus figuras simbólicas pintadas de negro y el fondo blanco o del color de la piedra. Del salón se salía a una terraza, montada sobre dos contrafuertes que daban cara al Guadalope, de la que aquel tomaba luz por una serie de arcos casi idénticos en forma y dimensiones a los de la iglesia románica de Santa Cruz de la Serós. Al lado opuesto, frente a la parte posterior de la Colegiata, se abrían unas grandes ventanas del más puro estilo gótico mediterráneo, colocadas entre los salientes estribos y partidas en forma de cruz griega, ornando este muro medallones con escudos de armas, de los que sólo dos se conserva, aunque no es difícil seguir el rastro de los restantes.

Infortunadamente fueron muy pocos, y desoídos los que llegaron a percatarse de que el núcleo descrito venía a constituir el blasón principal de Caspe. Recordemos que en la paz de la estancia mencionada incubaron fabulosas empresas mediterráneas los más renombrados baylios de la orden jerosolimitana; allí vislumbró sus altos destinos el gran maestre Fernández de Heredia: allí se albergaron pontífices como Adriano VI, en 1522, y Benedicto XIII, nuestro Papa Luna, cuando depuesto en Avignon, pero no abdicado, vino a poner arreglo a las diferencias existentes entre las casas de Luna y Urrea; en aquel recinto templó su ánimo uma señera figura caspolina, Domingo Cubeles, obispo de Malta, heroico defensor de esta plaza del asedio de los turcos; y allí, finalmente, se alcanzaron los máximos timbres de honor cuando San Vicente Ferrer y sus compañeros dieron cima al arbitraje más asombroso y ejemplar que se registra.

Al apasionante pasado del castillo caspense, solo bosquejado pro algún historiógrafo de la región subsigue una triste historia reciente. Las guerras civiles determinaron su adaptación a nuevas necesidades de la defensa, en 1824 y 1838, con obras que lo alteraron. En 1844 se habilita para cárcel, modificándose profundamente el ala oriental, aunque sobre la estructura primitiva, como demuestran las numerosos arcos de medio punto visibles en los bajos de las actuales dependencias. En escritura de 21 de octubre de 1847, el Ayuntamiento adquiere el

edificio por censo de 160 reales anuales, favorable coyuntura para que la reliquia se, salvara de la ruina amenazante. Por algún tiempo comporta buenos auspicios la patente preocupación artística del consistorio, de la que son ejemplos la lamentación, hecha constar en acta en 1861, por la desaparición de los porches góticos de la plaza mayor y la apertura de una información sobre este lamentable acaecimiento (?) o la incoación de expediente a un irrespetuoso empleado que se permitió, en la misma época, instalar conejar y gallinero ‘en la sala de San Vicente’. Sin embargo, la corporación local asiste impasible al derrumbamiento de uno de los torreones, el 2 de diciembre de 1866, y aunque al año siguiente acuerda hacer reparaciones decide también que estas sean las indispensables y realizadas con la máxima economía. Realmente, la depauperada hacienda caspolína no permitía otra cosa e incluso todo esfuerzo había de ser baldío porque el 16 de octubre de 1873 la partida carlista de Vallés, que había tomado Caspe, resuelve derribar la parte del castillo no destinada a prisión. A ruegos de un beneficiado de la parroquia se salva de la piqueta la sala de armas, pero el edificio es incendiado. Más adelante es otro empleado venal el que, con ánimo de lucrarse, desmonta las piezas que forman la puerta y chimenea de dicha sala e intenta trasladarlas a Barcelona para vendérselas a un anticuario. Cuando se le detiene y procesa, el 30 de octubre de 1889 el Juzgado entrega el arco de la puerta (que fue lo único recuperado) al Ayuntamiento y éste, conciliando custodia y ornato, decora con las piedras la entrada a la Alcaldía-Presidencia, lo que parece ser la señal para que los últimos vestigios que ennoblecían la ciudad se conviertan en objetos de depredación colectiva. En octubre de 1891 se denuncian como ruinosos los lienzos inmediatos a la histórica Peñaza, «baluarte inexpugnable en los tiempos que no conocieron ta pólvora», cuya demolición se había practicado en mayo de 1879 -con gran alborozo por parte de una publicación local- al entrañar algunos riesgos para el tránsito por la ‘Porteta’. A partir de aquel momento, los sillares que soportan altivas almenas aparecerán en los sitios más diversos; en obras de contención, en edificios burocráticos anejos a las ruinas, en algún establecimiento auxiliar de orden religioso, en chalets particulares. Los medallones decorarán fachadas, muy distantes, de labriegos y menestrales. Aun se encuentran piedras labradas con la cruz inmisa de Jerusalén cumpliendo servil función en el pequeño vivero o dependencia de jardinería municipal surgida cabe (sic) la terraza del Baylío.

En el estío, presente hemos sido testigos del afán con que muchos pueblos catalanes, de caserío extendido a la sombra de un castillo ignorado y sin sonora referencia en las crónicas, se aplican a conservar y restaurar sus ruinas medievales, no por alarde de prosapia, puesto que la ejecutoria local suele asentarse en una tradición de laboriosidad, ni con el propósito turístico-mercantil de transformar en hospedería «modern style» la sede de pretéritos señoríos, sino por un puro y loable sentido estético. Y recordábamos que hace poco más de un decenio, en ocasión de conmemorarse en Caspe ciertos fastos, un ilustre jurisconsulto valenciano ponía de relieve, en magistral discurso, su penoso asombro al constatar cómo en la ciudad que incorpora el Compromiso, con legítimo orgullo, desde el nombre de asociaciones y entidades de todo tipo hasta sus marcas industriales (hoy, incluso a las datas administrativas), cuándo un forastero pregunta dónde tuvo lugar tan trascendental episodio patrio se le muestran unos tristes escombros ‘que son como muñones suplicantes alzados al cielo claro del Bajo Aragón”.

Lamentaría que estas desgarbadas líneas carezcan del triunfalismo -como ahora se dice- obligatorio en la literatura de fiestas patronales de no tener la parte amarga de la relación un remate de esperanza: La reconstrucción del cuerpo central del castillo de Caspe, y concretamente del salón de! Compromiso, idea proyectada ya en 1930 y abandonada por causas obvias, no es tarea fácil, pero tampoco imposible técnica y económicamente, según han dictaminado expertos. Lo problemático en estos casos no son las ayudas, sino el motor, el corazón impulsor para que cualquier proyecto llegue a feliz logro. Por entender que éste sería

digno objetivo para el Grupo Cultural Caspolino, nos permitimos brindar desde aquí a dicha institución la iniciativa de la empresa

Ernesto Rodrigo de la Llave: «El Castillo del Compromiso. Didácticas lamentaciones y deseos de reconstrucción», Heraldo de Aragón 15.08.1970 p. 13

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